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La toalla sucia

Llama tristemente la atención que se convoque a un fallecido para sostener a un cadáver político, pero ya no hay humanidad en la política.

Llama tristemente la atención que se convoque a un fallecido para sostener a un cadáver político, pero ya no hay humanidad en la política.
EFE

No sé por qué dicen que el pleno extraordinario del Congreso iba de dar explicaciones sobre la corrupción en el Gobierno y en el PSOE. Algo se habló de eso, aunque como para cumplir un trámite. Pero la corrupción que más pasiones desató en muchos de los tocados por la corrupción presente fue la corrupción pasada. Pasada y ajena. El gran ejemplo fue Díaz, que se cambió la camiseta de vicepresidenta por la de Sumar, sólo para ser más vice que nunca. Atacó la corrupción del PP, certificó la honradez del hombre que no sabía nada y habló en nombre de un muerto, su padre recién fallecido en Galicia, para remachar el tornillo que une las piezas de Frankenstein, que es evitar que los votantes cometan el error de dar el Gobierno a la derecha. Llama tristemente la atención que se convoque a un fallecido para sostener a un cadáver político, pero ya no hay humanidad en la política.

El apetito de poder más inmoderado lo mostró el que nunca quiere saber lo que hace su mano derecha. Otra vez colocó la fábula de que cuando vio la noticia, pensó en dimitir. Se va haciendo costumbre, pronto harán fascículos. No estamos ante el hombre que pudo reinar del maravilloso cuento de Kipling sobre dos aventureros fantasiosos, pero estamos ante el hombre que pudo dimitir, que es otra clase de aventurero, menos digna de admiración y nada merecedora de lástima. Aunque lo intenta. Hasta fungió, en algún momento, de seminarista acongojado al modo de Illa. Pero un político que dice que ha pensado en dimitir y que no ha cedido a la tentación por el bien del país es un político que enmascara su apetito de poder de sacrificio altruista. Y van dos veces. La primera, tragicomedia, la segunda, farsa. La suspensión de la incredulidad que exige está en el límite. Y la toalla que no tira, cada vez más sucia.

La sesión fue extraordinaria sólo por lo surreal de su objeto. Había que montar el aparato teatral necesario para que unos y otros se perdonaran la vida al perdonársela a Sánchez, y la parte accesoria era un plan anticorrupción. Pero, ¿no hubo ya, después de la otra dimisión heroicamente descartada, algo que se llamó plan de regeneración democrática? Ah, vale, era el momento antibulos. Era cuando había que impedir que salieran las noticias de corrupción. Las mismas que ahora dan pie a otro plan para la papelera. Si el que se proponía decretar la falsedad de las noticias de corrupción tenía treinta medidas, el que se anuncia ante las noticias de corrupción verdaderas se contenta con la mitad. Las quince podían haber sido ochenta y ocho, y serían igualmente ineficaces. Las eficaces pasan por la despolitización de las Administraciones, la autonomía institucional y la independencia judicial y nada de eso figura entre las quince chucherías. Imposible. No puede combatir la corrupción quien tiene un proyecto de poder que se basa en todo lo contrario.

El tema de fondo era no hacer nada irreversible. Los socios no cubrieron de inmundicia a Sánchez, porque si lo hacían era un poco más difícil seguir a su lado. Pudieron descargar su agresividad sobre la corrupción pasada y ajena. Y se aferraron a su talismán. Ese fantasma de un futuro Gobierno derechista que los mantiene voluntariamente cautivos

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