
Torre Pacheco es un lugar vedado, un cataclismo. La zona cero de un terremoto se ha desatado allí, así que allí hay que ir con la mirada, que da distancia. Torre Pacheco es un lugar de estudio. La placa Petri del periodismo patrio, perfectamente acordonada para nosotros, profilácticos opinadores. En Torre Pacheco hay un perímetro dibujado con vallas en las que estos días uno ha podido apoyar el pie y descansar los antebrazos. Y pasar las mañanas ociosas observando lo que allí se cuece como si se tratase de la construcción de los cimientos de algo nuevo pero con regusto antiguo, algo tan universal y eterno como el mal, que es siempre ajeno. Torre Pacheco es algo parecido a eso, a una torre intensamente alta e intensamente fría que se pronuncia con acento extranjero. Pero es más siniestro que una torre. Si algo se vigila o se defiende allí no es el bien de nadie. Así que lo que vemos, sin ser nosotros ingenieros, es la erección amenazante de un artefacto con el que nos asediarán los otros. Quién sabe cuánto tardarán en desbordarnos.
Torre Pacheco ha conseguido una cosa insólita: poner de acuerdo a discrepantes sin necesidad de que abandonen sus discrepancias. En última instancia, en lo que coincide todo el mundo es en que corta el aire una amenaza. Y en que el mal que la sostiene viene silbando desde los pulmones de alguna horda que está ahí enfrente. Yo no he parado de leerlo, ya sea en columnas o en hilos. Así que ahora no sé a qué clanes debo temer más, porque los he temido a todos siempre.
En pocos días se han sucedido opiniones de lo más variopintamente interesantes. Artículos sorprendentes por repetir verdades vestidas, que no están mal pero quizá debieran pagarse menos, teniendo en cuenta que no descargan al lector de la vulgar tarea que da tener que desnudarlas. Son opiniones con las que en general se está de acuerdo, aunque no se sepa muy bien tampoco para qué. Recordatorios como que el límite no está en el color de piel sino en la ley, pero que no entran a valorar dónde y cómo debería esta dibujarlo. Lamentos por que palabras altisonantes como "pueblo" sean ahora malbaratadas políticamente por la turba "equivocada", como si el término no hubiese sido prostituido desde hace siglos por la "adecuada". Cantos gloriosos e ingenuos que contraponen violencia y cultura, y que parecen creerse en serio que la segunda vence inevitablemente. O análisis sintácticos que reparan en el mecanismo torcido con el que el odio usa el lenguaje para aglutinar al enemigo y justificar su criminalización en masa, sin pararse a recordar que eso mismo se lleva practicando desde siempre, sólo que contra individuos cuya "colectivización" no merece, al parecer, la misma voz de alarma.
Yo he leído todos estos razonamientos con interés y me he sentido interpelado. Y he visto en ellos el mismo mal genérico que ellos observan en lo que auscultan. A fin de cuentas, lo fácil es detectar el peligro fuera y lo difícil hacerlo dentro. Yo mismo estoy pecando de lo que digo mientras escribo esto.
