
Una de las cosas por las que sé que no soy de este siglo es porque se me da muy mal mentir. Con esto quiero decir que se me da muy mal hacerlo sintiéndome observado: a mí, lo que es a mí en mi soledad, me miento estupendamente. Pero es que alguien que no soy yo me pregunte algo comprometido y no hace falta ni que su mirada circunde remotamente el perímetro difuso de mi cabeza, que canto La traviata. La única vez que intenté robar en mi vida, con 12 años, llegué al mostrador de un chino amodorrado y sólo tuvo que preguntar perezosamente si aquella lata de Coca Cola era lo único que quería llevarme para que yo, casi llorando, abriese entre espasmos la cremallera de mi chaqueta y sacase la bolsa de bollicaos que había tardado quién sabe cuánto en ocultar en mi falso vientre.
No. Definitivamente yo tendría que haber nacido en otro siglo distinto a este que llamamos de la sobreexposición, de las pantallas y de la amenaza del escudriñamiento social perpetuo. Un siglo en el que pudiese, yo qué sé, ir con mi amante a un concierto de Coldplay sin pánico a aparecer al día siguiente en las portadas de Zimbabue. En el que no tuviese que hilvanar mentiras al mismo ritmo vertiginoso con el que hilvano conocidos. O sentirme, por el contrario, obligado a reafirmarme a cada instante yo, que sigo sin saber muy bien quién soy, y mostrarme genuino siempre en público.
Porque resulta que eso es lo que hacemos. Nos fijamos para el otro cada vez que elevamos la voz en una sala, o posteamos una fotografía en Instagram. Es la condena de ser vistos. Y vamos tejiendo poco a poco nuestro currículum digital sin saber siquiera qué lo sustenta exactamente; legando a una posteridad que jamás reparará en nosotros una imagen que después quién sabe si sabremos mantener, cuando al mundo le dé por pedir cuentas.
Es una presión demasiado grande, ser uno a cada instante y serlo siempre. Así que entiendo que quienes viven de su imagen no sufran por estas cosas tan absurdas. Hace tiempo debieron aceptar la realidad pasmosa que nos demuestra que es inútil pelearse contra la imposibilidad de la verdad absoluta. Y simplemente aceptan que nadie ha esperado nunca algo diferente al adorno público, que es lo mismo que mentir, pero mejor visto.
Qué le vamos a hacer, este es un siglo para el descreimiento. Un siglo trampa. Un siglo en el que uno empieza diciendo en 2007 que lo que tiene en Facebook son amigos y termina, quién sabe cómo, militando en las juventudes de cualquier partido; falseando sus estudios; abriéndose una cuenta oficial en X desde la que difamar sin culpa; siendo nombrado portavoz de la Oposición, o del Gobierno; llegando a ser ministro o presidente.
Defendiendo programas electorales que jamás pretenderá cumplir. Gobernando en contra de las promesas que pregonó en platós y dejó escritas.
Subiendo a redes bulos demostradamente falsos —qué se yo, que los agentes de la UCO fantasean con atentar contra la vida del gran líder; o que el partido que gobernaba en 2008, cuando la crisis, era el rival y no el propio—. En fin: "Cambiando de opinión", si la tuviese.
Hace unos días, Noelia Núñez, ex vicesecretaria general de Movilización y Reto Digital del Partido Popular, fue cazada en la mentira de su falsa formación académica y la primera sensación que me sobrevino fue la extrañeza de que todavía se persigan estas cosas.
Después llegó un ligero pensamiento: quizá la mentira deba estirarse más y lo que toque ahora sea fingir que penaliza lo que lleva siete años penalizando a nadie. Y al final quedó la constatación definitiva de que su dimisión confirma, aunque parezca lo contrario, el triste precedente que sentó el sanchismo y que mentir, en realidad, no cuesta nada. Yo lo sé porque cuando por fin parece que, de hecho, cuesta un cargo, la gente considera que pagarlo es un gesto honroso, en vez de la más liviana muestra de responsabilidad exigible a quienes dicen basar su legitimidad en nuestra confianza.
