
Un espectador del desarrollo de la humanidad, a la vista de los inmensos progresos técnicos que se han producido, especialmente en los últimos cien años, debería deducir que una sociedad capaz de producir semejantes avances, debería ser una sociedad casi perfecta, pacífica, racional, sensible, compasiva, porque si no, no se entendería cómo hemos sido capaces de organizar semejante desarrollo técnico y social.
Pero ese progreso técnico y los cambios sociales, lejos de abrir caminos hacia la cordura, nos han llevado al camino contrario. En la historia reciente de Europa, también se produjeron dos enormes revoluciones tecnológicas, filosóficas, artísticas. La de comienzos del siglo XX, liderada por Viena, siendo Austria la que acabó llevándonos a todos a la Gran Guerra, y los años de la República de Weimar en Alemania, que nos llevó a la Segunda. Progreso, miedo y guerra, se suceden de forma reiterativa a lo largo de la historia.
En los últimos cincuenta años, el liderazgo de este progreso se ha centrado en tres países: Estados Unidos, Rusia y China, mientras que la fragmentada Europa perdió el tren con la descolonización. Pues una vez más, las sociedades más pujantes son las que nos están conduciendo a la Tercera Guerra Mundial, no por una lucha por el territorio como en el pasado, si no como el único paso posible del mundo que estamos destruyendo.
Creo que ya apenas valoramos los grandes progresos sociales que disfrutamos y todo porque no concebimos la vida sin progreso, es como algo que es gratis, que no requiere de mérito. Siempre hay personas dispuestas a regalarnos el producto de sus dones a todos y solo debemos esperar que nos caiga el maná de esa élite que en el fondo despreciamos. Pero, incluso siendo así, acabamos viéndolo como una amenaza.
Pero, ¿cuál es la razón que explica este fenómeno curioso y a la vez complejo de que las sociedades abominen de los progresos, o más bien, para hablar con propiedad, los consideren como un riesgo?
La respuesta es el miedo a algo peor que la violencia, el odio, o la guerra, es el miedo a nosotros mismos, el miedo al diferente, el miedo a que otro tenga la razón, el miedo a perder el control de nuestras vidas.
Cada avance técnico, desde la energía nuclear a las redes sociales o la inteligencia artificial es una moneda de dos caras, la bondadosa y productiva y la malvada. Esta segunda es terriblemente más peligrosa porque en la sociedad actual el odio mueve más que el amor, y quién quiera vencer en esta guerra tiene un manojo de tecnologías que dirigidas hacía esos pérfidos objetivos resultan imparables.
En los comienzos del siglo XX, no era necesario concienciar a las sociedades de ir a la guerra como objetivo primordial de la felicidad del pueblo, porque las sociedades no estaban empoderadas, los que iban a la guerra eran los monarcas y la amenaza hacía el resto. En los años treinta, con la radio y la propaganda, unida a la agitación callejera que ya tenía una alta repercusión mediática, el comunismo y el fascismo tuvieron un gran éxito. Promoviendo el odio y la violencia consiguieron el poder empujados por unas sociedades que tenían miedos, la mayoría de ellos generados por los propios agitadores, y que se vieron empoderadas en sus principios por la violencia verbal y física. Todos acabaron viendo en la guerra una épica necesaria para vencer.
En estos tiempos ocurre lo mismo, pero con un efecto multiplicador mucho más grande. Las sociedades, hastiadas de una política aburrida incapaz de transmitir sus logros, tienen que hacer frente a situaciones que contribuyeron a generar indirectamente pero que no eran deseables para ellos. La consecuencia es que las respuestas educadas, moderadas o racionales, son incapaces de contener el miedo en las personas.
La humanidad occidental no tuvo asistencia sanitaria gratuita hasta hace cincuenta años y ahora teme perderla porque los inmigrantes se la van a robar, no porque los impuestos sean insuficientes y no porque esos inmigrantes contribuyan a su sostenimiento, sino porque han patrimonializado como propios, como nacionales, sus logros y tienen miedo de que los de fuera o los diferentes se los apropien. Lo mismo pasa con la educación, con los transportes públicos etc. Llamamos a diario a los inmigrantes a levantar nuestras economías, pero no queremos que tengan derechos, no queremos que participen de nuestro maravilloso mundo, ¿no es esto en el fondo una forma de esclavitud? Tenemos miedo a que violenten nuestra propiedad pero no estamos dispuestos a resolver el problema de la vivienda, porque eso supone detraer recursos de otros objetivos, y buscamos soluciones de fuerza que una vez más llevan la violencia a ámbitos que debían tener sus cauces de solución en la ley y en los tribunales de forma ágil y eficiente.
Muchos tienen miedo de los cambios sociales, sexuales, de identidad, porque ponen en cuestión sus principios, aquellos en los que crecimos y en los que encontramos seguridad. Además, se sienten agredidos porque creyéndose en posesión de la razón, no entienden el empoderamiento que se ha otorgado a los diferentes, como si estuvieran poniendo en cuestión sus principios y valores.
Ante este mundo cambiante, de miedos, de amenazas, necesitamos aferrarnos a algo que nos empodere, que nos guíe, algo que nos devuelva la confianza en el estado, y el aburrido y rutinario poder de siempre ya no es la respuesta, porque su respuesta se basa en que nada puede cambiarse y que los cambios amparan nuevos derechos, quizás siempre fueron viejos, que deben ser respetados. No entienden que lo que tienen enfrente es a una sociedad cabreada, cabreo que se ha generado desde la política para obtener un rédito político.
Por eso, la política populista tiene tanto éxito, una vez más. Muchos gobiernos, desde Estados Unidos a Argentina, por Europa, pero también por Asia, han descubierto de nuevo el poder del odio, de la violencia verbal, de la discriminación, de la algarada, de la guerra. Todo esto vale para conseguir los objetivos políticos, que no son otros que detentar el poder, no para hacernos mejores, sino para hacernos superiores al resto, como si esto fuera una carrera por ver quién va al cielo o al infierno.
Este clima ha conseguido un enorme logro: evidenciarse sin pudor, más bien con éxito. Los exabruptos que se sueltan desde determinados grupos populistas de izquierdas y derechas resultarían imposibles en la cultura y en las sociedades en las que crecimos. Hoy han perdido el miedo y tienen el desparpajo de criminalizar, de acusar, de violentar, como legítimos instrumentos al servicio de la política. Hasta los muertos de uno y otro bando son ensalzados o denostados para legitimar la confrontación social como la mejor arma para alcanzar el poder, imponiendo el miedo a los que no se suman a los movimientos políticos predominantes.
Los jóvenes, como en los periodos de preguerra anteriores, son los que más se echan en brazos de estos movimientos, porque ellos son los que acumulan más miedo ya que tienen más incertidumbres por delante. Empoderados como entonces, con una parafernalia y con una estética de superioridad racial, nacional, religiosa, woke o terrorista, encuentran algo que les da un sentido a sus vacíos espíritus, pero que terminará con sus vidas en las trincheras como en 1918 y en 1945, dos generaciones perdidas por la manipulación interesada de unas políticas malvadas.
Pero donde más sorprende es en la vieja Europa, y en particular en España. Durante décadas, el gobierno español utilizó para su propio beneficio, la criminalización del contrario, la violencia callejera de sus propios camisas azules, la violencia y el miedo que se propagaba desde las instituciones, las manifestaciones públicas de ensalzamiento que pretendían acallar y atemorizar a los que opinaban diferente. Cuando creíamos que habíamos aprendido la lección, vemos que aquellos mantras regresan.
Hoy el gobierno no hace algo muy diferente. Cuando necesita detentar el poder todo vale, criminalizar a la justicia en lugar de respetarla, violentar el orden público en lugar de mantenerlo, alentar a las masas contra el propio poder que detentan para debilitar a los resortes de la ley y el orden y convertirlos en "camisas pardas" o ponerlos en la calle, utilizar el sufrimiento de algunos para beneficio propio perdiendo la perspectiva, trivializar la guerra y la destrucción con verbenas porque sirven al interés de polarizar, desinformar desde el gobierno con encuestas falseadas, ya sean de evolución del empleo en Estados Unidos o de aceptación de la acción del gobierno en España, todo para engañar, confundir y sobre todo atemorizar a los que quieren cambios, advirtiéndoles de que siempre detentarán el poder y tendrán los medios para perseguirlos.
Ahora nos dirigimos al enfrentamiento definitivo, una vez más. Hemos legitimado el mal como arma política, profundizamos en las diferencias para resaltar nuestra posición, generamos odio, esencial para llevarnos a la confrontación, buscamos y señalamos culpables para legitimar la acción bélica. Se han perdido los modales, el respeto, se han convertido los palacios de gobierno en salas de casino, despachos de negocios, en células revolucionarias, en consultorios matrimoniales o en tertulias de radio en las que todo vale para continuar polarizando. Los mítines políticos cada vez se parecen más a la estética de Nuremberg o de Leningrado, y nos abocamos a un camino sin retorno; nadie puede evitarlo salvo la catarsis de una gran guerra que nos devuelva al camino que no deberíamos perder y esperar que esta no nos conduzca a la extinción total.
