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El aborto de un debate

Lo único que se deja oír es el graznido de quienes no se cansan de avisar a pleno pulmón que viene la reacción

La estrategia la fundó mi hermano y, a través de él, todos los hermanos insoportables que en el mundo han sido, me supongo. La usaba siempre de pequeño cuando, más que discutir, lo que quería era cerrar la discusión. Con él ganando, naturalmente. La idea era bien sencilla y consistía básicamente en no dejar hablar. Tapar cualquier arranque de posible réplica con espumarajos discursivos menos sutiles que el pitido de un encefalograma plano en Anatomía de Grey. Enrocarse en una idea, a poder ser de las que caben bien compactas en una única palabra, y repetirla cada vez más alto, cada vez más nítida, siempre por encima del ruido que ella misma generaba y que le impedía a uno escuchar sus pensamientos. Pasado el tiempo suficiente, como es lógico, claudicaba la razón. Y tras ella se abría paso el sentimiento, que en esos momentos salía agitado como la espuma detrás del corcho de la botella de cava con la que le habría abierto la cabeza. Lo que quedaba siempre, para quien viniese a enterarse después de lo ocurrido, era la escena de un crimen más bien hortera. Un hermano insoportable injustamente martirizado. Y uno mismo, condenado en una esquina. Además de un debate lícito quirúrgicamente abortado.

Nadie podrá negar que es una estrategia efectiva. Y desde luego no lo harán los redactores de relatos que cincelan a diario los monolitos sobre los que después giramos, subidos en esos vagones de metro en los que, para sorpresa de la exministra Llop, jamás nadie se ha preocupado por el bloqueo del CGPJ. Lo principal, lo saben bien los asesores de comunicación política que nos gobiernan, es repetirse. Sustituir machaconamente complejos conflictos remotos, útiles para la causa semanal, por la palabra genocidio. No permitir que cualquier amago de aclaración semántica o ponderación elaborada matice la rotundidad de ese concepto, que sirve más bien como bastión moral desde el que acribillar a divergentes. Y terminar instaurando así, sobre la tierra quemada de los debates arrasados, la triunfal bandera de lo que llaman consenso.

De la noticia de que el PSOE se ha abierto al fin a "blindar el derecho al aborto" en la Constitución quizá lo más reseñable sea la estupefacción que genera en todos, incluso en quienes lo ven con malos ojos, que no lo estuviese ya. Cualquiera diría que España se constituye desde siempre en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad, el pluralismo político y el derecho de la mujer a la interrupción voluntaria del embarazo, a juzgar por las reacciones airadas, sólo comparables a las del padre Adelfio ante los besos de Hollywood, cada vez que este tema aparece en la palestra mediática. En fin. Desactivada toda posible controversia, rechazado cualquier sutil acercamiento que se atreva a sugerir la complejidad moral y social que en sí mismo entraña el aborto, lo único que se deja oír es el graznido de quienes no se cansan de avisar a pleno pulmón que viene la reacción. Los que tenemos hermanos insoportables ya lo sentimos como un murmullo.

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