Dos años después de la masacre de Hamás en Israel
Una operación política, subvencionada y coordinada, usó la tragedia de Gaza para atacar a Israel y blanquear a los terroristas y agrava en España la deriva de odio, mentiras y esperpento sobre este asunto.
Se cumplen dos años del ataque terrorista de Hamás contra Israel, el día más sangriento para el pueblo judío desde el Holocausto. Aquella mañana del 7 de octubre, miles de terroristas irrumpieron en territorio israelí, asesinando, violando, torturando y secuestrando a familias enteras. Fue una orgía de barbarie retransmitida en directo. Y mientras aún se perpetraban las masacres, miembros del Gobierno de España jaleaban a los verdugos con vivas a la "resistencia palestina", presentando los crímenes como actos de liberación.
El propio presidente del Gobierno recibió poco después la felicitación de Hamás por su postura abiertamente hostil hacia Israel. Desde entonces, la deriva moral e ideológica en España ha sido alarmante: el gobierno, sus medios afines y su maquinaria de propaganda han logrado que buena parte de la opinión pública asuma una narrativa deformada, donde el agresor aparece como víctima y el Estado democrático que se defiende es descrito como genocida. Una inversión moral que no habría sido posible sin un ambiente político intoxicado, en el que el antisemitismo más antiguo se disfraza hoy de falsa compasión.
En ese contexto se fraguó una de las operaciones más cínicas y grotescas de los últimos tiempos: la llamada flotilla de ayuda humanitaria a Gaza. Bajo apariencia solidaria, fue en realidad un montaje de propaganda, un espectáculo festivo y descarado que convirtió en caricatura la supuesta preocupación por los civiles palestinos. Quienes decían movilizarse contra un "genocidio" o por "los inocentes de Gaza" organizaron un viaje de activismo teatral, pensado para la cámara, no para el socorro.
La supuesta provisión de ayuda fue desde el principio una farsa. Los organizadores rechazaron enviar los suministros por las vías seguras —Chipre, Egipto o Israel—, y el contenido de los barcos apenas alcanzaba valor simbólico. No buscaban aliviar el sufrimiento de nadie, sino provocar políticamente a Israel, crear titulares, y alimentar la narrativa de que el Estado judío bloquea la ayuda humanitaria.
Lo más grave es que España participó activamente en esta farsa. El Gobierno dio su aval político, el Ayuntamiento de Barcelona la subvencionó con dinero público, y las autoridades portuarias consintieron la salida de las naves sin verificar condiciones técnicas ni seguros. Fue una provocación institucional, ejecutada con dinero del contribuyente y cobertura mediática complaciente.
El esperpento llegó al extremo cuando el Ejecutivo ordenó enviar una fragata de la Armada española. ¿Con qué fin? No había plan humanitario, ni misión reconocida, ni autorización parlamentaria. Se usó la bandera y los recursos del Estado para añadir dramatismo y legitimidad a un montaje político, haciendo incurrir a nuestra Armada en el ridículo de actuar como comparsa de un operativo propagandístico.
Finalmente se supo que los barcos no transportaban ayuda alguna. Ni alimentos, ni medicinas, ni suministros básicos. Todo fue un engaño de manual. Y la prensa, que debía fiscalizarlo, calló: prefirió reproducir la versión oficial antes que desenmascarar la manipulación.
El objetivo final era transparente: dar oxígeno a Hamás, prolongar su resistencia, impedir la liberación de los rehenes y desafiar la presión internacional. Porque toda la comunidad civilizada —salvo los cómplices del terror— sabe que la única vía para terminar la guerra es la rendición de Hamás y la liberación inmediata de los secuestrados. Quienes participaron en esta farsa se convirtieron, conscientemente, en cómplices de los terroristas y responsables indirectos del sufrimiento que dicen lamentar.
Las movilizaciones coordinadas en España y en decenas de ciudades del mundo demuestran que no se trató de acciones aisladas. Es una campaña internacional de ultraizquierda radical, con estructura, financiación y cobertura mediática abundantes. En España actúan con impunidad y beneplácito institucional, bajo la permisividad de las delegaciones del Gobierno, que toleran el señalamiento y la intimidación pública.
Un ejemplo reciente fue la convocatoria de estos grupos en pleno Yom Kippur, el día más sagrado del calendario judío. Una provocación deliberada, que demuestra hasta qué punto el antisemitismo ha sido normalizado y alentado desde el poder. Porque entre la incitación al odio y la violencia real hay solo un paso, y España lo está dando peligrosamente.
Ante esta evidencia, la pregunta ya no puede aplazarse: ¿en qué momento la opinión pública, los medios que se proclaman objetivos y los líderes de la oposición que prefieren la equidistancia llamarán a las cosas por su nombre? ¿En qué momento se desenmascarará a quienes manipulan la guerra, legitiman el terrorismo y extienden el odio hacia Israel y hacia los judíos españoles?
No es una cuestión retórica, sino una urgencia democrática y moral. Porque la mentira y la cobardía institucional alimentan la violencia y degradan la convivencia.
Ha llegado la hora de decirlo con serenidad, pero con firmeza: basta de engaños, basta de impunidad, basta de antisemitismo disfrazado de solidaridad. Nuestra democracia no puede sobrevivir a la mentira si los demócratas seguimos callados.
Ángel Mas es presidente de Acción y Comunicación sobre Oriente Medio ACOM.
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