
Pasando la mirada por el móvil me asaltó ayer un titular, es decir, un tuit, o quizá un lema político. Decía así: "Rubiales termina la presentación de su libro a huevazos". Y me pareció un titular perfecto, pues, no sabiendo muy bien qué significaba, lo significaba todo. En esos "huevazos" tan llamativos, ahí colgados de la frase como el sanchismo de las instituciones, yo visualicé primero la entrepierna del expresidente de la Federación, muy recargada y en primer plano, igual que si el tiempo se hubiese detenido en aquel palpamiento institucional que ejecutó frente a la Infanta Sofía. Sólo un segundo después se me apareció en la memoria la imagen imponente de su cabeza pelada. Y no fue hasta pasados varios minutos, no pudiendo todavía intuir ni remotamente qué era exactamente lo que había ocurrido, que sentí en lo más profundo de mi ser que lo había sabido, básicamente, desde siempre.
En el mundo hay personajes asociados de manera indisoluble a figuras ajenas a la condición humana, a alimentos, a animales, a herramientas de jardín o a electrodomésticos, por citar a vuelapluma. Son el tipo de personas más propensas a la caricatura. Algo que, al contrario de lo que se piensa, no constituye su simplificación, sino su depuración más sofisticada. En ese sentido, bien mirado, Luis Rubiales ha sido desde siempre un huevo, aunque algunos no supiésemos verlo.
Un huevo es una piedra frágil. Un objeto volador más bien propenso a fracturarse, pero que acomete su inevitable destrucción creyéndose igual de imperturbable que una bala. De un huevo poco se puede esperar más que cascarse. Pero lo poco que se espera es que al hacerlo haga daño y deje un reguero detrás que moleste a quien lo tenga que limpiar. Un huevo es una cabeza ambigua. Algo entre vacío y relleno, de lo que no se sabe si saldrá una bendición culinaria o un tormento de salmonelosis. Es temeridad testicular. Y por eso debe de ser que si un huevo escribe un libro sea para ajustar cuentas contra todos los que alguna vez lo sostuvieron, sopesándolo pausadamente como si en su interior valiera algo.
Hay en los huevos además algo genuinamente español, como de cuadro de Velázquez. Uno lee "huevo" y ve tortillas de patata y a Jorge Javier de fondo, base para el rebozado, precios desorbitados, gallinas acuarteladas y aceite chisporroteando entre rencillas familiares. No sorprende en realidad que los Rubiales, quizá más españoles que la propia España, hayan añadido al televisivo dédalo de lo hispano a un tío arrojando huevos a su sobrino y a una madre que se niega a comerlos encerrada en una iglesia en mitad de una huelga de hambre. Los huevos, al fin y al cabo, son de rico y son de pobre. De izquierdas y de derechas. La base de nuestra alimentación. Teniendo en cuenta su relevancia en este imprescindible país, queda claro, desde luego, que hayamos dedicado tantos años de atención a un tipo que es esencialmente eso. Nada más duro, y menos caro, que un enorme y simple huevo.
