
Como recordará el lector, la pandemia vírica que puso en riesgo la supervivencia de la especie humana sobre la faz de Tierra se originó cuando un murciélago infectado salió de su gruta y mordió a un pangolín que pasaba por allí; y al pobre pangolín, que andaba atravesando una racha de mala suerte, se lo comió después un chino que vivía muy cerca del mercado municipal de pescado de un sitio que se llama Wuhan; un enclave perdido en medio de la Asia profunda cuya única peculiaridad digna de mención es que justo ahí, en Wuhan, está instalado uno de los laboratorios de experimentación microbiológica más importantes del Ejército Popular de Liberación.
Antes de ponerme con esto, me he acordado de lo del chino que se merendaba pangolines al leer en la prensa local el desarrollo de la teoría del bocata, que no otra es la tesis oficial de la Generalitat a propósito de la peste porcina en Collserola. Ya saben, alguien preparó un bocata con embutido infectado de peste porcina a muchos miles de kilómetros de la Península Ibérica. Después, atravesó toda Europa con el bocata chungo guardado en la guantera del coche. Y cuando llegó a las afueras de Barcelona, en lugar de comérselo, decidió tirarlo en una esquina para que más tarde se lo zampasen unos jabalíes ambulantes que gustan de merodear por la zona. Como la del chino, otra historia sin fisuras.
Pero esto no es ninguna broma. Ahora mismo, en la sierra de Collserola nos estamos jugando el 10% del PIB industrial de España. Así de crudo. Y por eso ha acudido al lugar la UME, los únicos militares del mundo que no portan armas. Aunque la manera eficaz de acabar rápido con el brote pasaría por usar precisamente eso: armas de fuego. Porque estas cosas se arreglaban antes con escopetas y cazadores que las disparaban. Pero seguro que lo prohíbe la Agenda 2030. En fin, en las afueras del casco urbano de Barcelona vagan a su bola más de 900 jabalíes con licencia para pillar bocatas. Nada, sólo poco más de 900.
