Todos los años hay batallas mudas en torno a las mesas navideñas. Esto ocurre mientras se preparan y anda que siempre somos nosotros quienes ponemos casa; y qué será el tabulé con pasas ese que quiere cocinar tu madre; y coloca dos botellas más, que el hermano de tu padre sólo bebe, sin traer él nunca el vino; y a ver quién le dice a tu prima que el veganismo se pasó de moda, que ahora lo que se lleva es la dieta paleolítica. Después lo que sucede es que las batallas se hacen sordas de tanta carcajada y para algunos, los alérgicos, son más bien batallas ciegas. Todos los años también ocurre. Uno pica de cualquier fuente en la que acaba de pasar la mano su cuñado, campeón familiar de pelamiento de langostino, y se rasca sin querer después el ojo, y la Navidad cierra el telón pausadamente, casi con tedio, siguiendo el ritmo manso del hinchazón de párpados. No es una imagen gratuita. De la barriga al corazón, pasando por los genitales, la Navidad podría resumirse en eso: un gran hinchazón del cuerpo. Allá cada cual con la parte que le corresponda.
Lo que pasa es que, de año en año, lo sencillo es olvidarse. De la misma forma en que no es posible recordar el frío polar en verano, o el calor asfixiante en invierno, es humanamente impracticable tener registrados con exactitud los síntomas que harán, cada Nochebuena, que se acabe para ti la fiesta. Por el contrario uno se sienta a la mesa como un acusado en el juzgado, cruzando los dedos por si acaso este año quiere acabar bien. Y mira de reojo el reloj, más nervioso por la llegada del escozor, que nunca llama, que por la aparición de los regalos. Pocas cosas hay más deprimentes que arrancarse a pensar en eso con los abuelos todavía despiertos. Pararse a mirarlos junto a sus nietos y creer que la vida es un contrarreloj que va cambiando. Que si la infancia es esperar a que ocurran cosas buenas, la vejez debe resumirse en que lo malo se retrase lo suficiente como para no tener que ser tú quien le abra la puerta. Y que quizá uno nació alérgico precisamente porque nació viejo, o viceversa. O que esta pose circunspecta quedaría mejor desde la esquina más oscura del salón, no vaya a ser que pase Munch y no se anime a retratarnos.
Tener alergia en Navidad es lo más parecido que se me ocurre a atesorar tensión dramática. Con argumentos menos sólidos se han construido telenovelas enteras, y alguna que otra obra de Shakespeare. Tener alergia en Navidad es un acicate lúcido: hace más perceptible la fugacidad del tiempo, la fragilidad del contrato social, el ubi sunt, las calorías del panettone. Más comprensible a Cioran. Y es un gran complemento de cara a las campanadas. La suerte está en que entre el 26 y el 31 se tiene tiempo suficiente para volver a olvidar los síntomas. Se puede hasta caer en que las cuentas atrás anuncian el porvenir con la ilusión y el miedo que cada uno les preste. Y en que lo inevitable quizá sea la alergia, pero desde luego no el tener que recibir el nuevo año como si fuese Nochebuena y sólo tú pusieses casa.

