No sólo en el barcelonés barrio de Gracia, donde, como bien apuntó Cristian Campos, en apenas unos días empezarán los fuegos. También en Madrid, Londres y Lloret.
Se me dirá (¡por algo somos sociólogos!) que las causas son muy dispares, que los guiris de Lloret no son exactamente antisistema. Se me dirá, en fin, que hay motivo, ya sea éste la necesidad de depurar la democracia burguesa para convertirla en una democracia real (es decir, venezolana), la socialización de las nintendos o la avería del aire acondicionado. En lo que respecta a Gracia, tengo para mí que no queda más porqué que la tradición misma.
Sea como sea, cunde una algarabía cuyo rasgo primordial es la convicción de que el mundo le adeuda algo, aunque ese algo sean 21 grados. Les secundan, en los diarios, una miríada de periodistas comprometidos con casi todo menos con su oficio que, si bien no acaban de saber en qué estante colocar la catarsis de Lloret, no dudan al ensartar al PP con la crisis somalí. ¡Van a dudar, si lo traen ensartados de casa!
A partir del jueves, algunos de los indignados que sembraron Madrid de manifiestos desquiciados, de propuestas que no resistían el más mínimo contacto con el aire, volverán a colapsar el centro de la ciudad para protestar contra la visita pastoral de Benedicto XVI. "De mis impuestos, bla, bla, bla."
Que unos tipos que convirtieron el espacio público en la parcela de un camping hagan bandera de los impuestos; que, tras el gasto generado en dispositivos de seguridad y limpieza se atrevan a aludir a los millones que cuesta de la visita del Papa, ilustra perfectamente hasta dónde han llegado las aguas. En el colmo del extravío, los campistas, acaso persuadidos de que constituyen una delegación del Bien, creen de veras que la Historia les ha reservado el papel de vanguardia crítica, cuando lo cierto es que los abucheos al Santo Padre no son más que la enésima entrega de una contienda guerracivilista que ya sólo involucra a un bando, en rara similitud con las alucinadas asechanzas de aquellos guerrilleros coreanos que, cincuenta años después del armisticio, seguían a pie de obra.
Para apreciar la diferencia entre el capricho y la reivindicación basta con tratar de emulsionar el supuesto apocalipsis integrista con esta celtiberia parade en que, de un tiempo a esta parte, el aborto se ha convertido en un lema, las bodas homosexuales superan en boato a las heterosexuales e incluso los cristianos "de base", tan frugales, malviven en un contradiós. Es éste un anticatolicismo (un antifranquismo, por ir abreviando) que llama la atención por su extraordinaria semejanza con los tatuajes: ahora que están bien vistos todo el mundo lleva uno.
¿Cómo calibrar entonces la pertinencia de cualquier protesta de esta naturaleza? ¿Con qué criterio juzgar un boicot antirreligioso, más allá del obvio derecho al pataleo que consagra nuestro estado de ídem (ya no sé si derecho o pataleo)? A mi modo de ver, no cabe sino apelar al modo como interfiere la superstición en el ámbito público. Les pondré un ejemplo: cada año, la fiesta del Ramadán impone el ayuno a miles de inmigrantes magrebíes, circunstancia que redunda en que las relaciones laborales se vean sometidas a la injerencia divina. No hay, desde luego, un caso más palmario de cortocircuito que el del albañil musulmán que se precipita al vacío por falta de sodio. Paradójicamente, o quizá no tanto, quienes justifican que Alá gobierne la vida de los hombres son los mismos que estos días se aprestan a bajarle el pulgar a los jóvenes peregrinos. En ambos casos, actúan en nombre de la diferencia, la multiculturalidad y demás regurgitaciones del anticlericalismo de ayer, hoy y siempre, un anticlericalismo que, dicho sea de paso, cada vez se parece más a la caricatura rijosa y gordinflona contra la que pretende alzarse en armas.
Pudiera parecer que, pese a todo, la izquierda está en vena, pero me temo que esta efervescencia indignada, antipapista y cuasi romana es el síntoma postrero de una decadencia que viene de antiguo, tal vez desde que la izquierda empezó a blandir postulados como la política de cuotas, la laxitud educativa o el uso de la historia como arma arrojadiza.
La postrera expresión de este declive se produjo en Cataluña a principios de mes. En una de las decisiones más cuarteleras que se recuerdan a un Gobierno autonómico, el Ejecutivo presidido por Artur Mas suspendió cautelarmente y sin previo aviso la prestación de la renta mínima, cuyos beneficiarios, familias en riesgo de exclusión social, se fueron agolpando en las horas siguientes a las puertas de Bienestar Social, en una estampa que recordaba el modo como los harapientos de El nombre de la rosa se arracimaban en torno a las compuertas del vertedero benedictino. Una administración netamente española había humillado a 33.000 familias y no había en los aledaños del poder una sola concentración que lo denunciara. Ni una sola voz, en fin, que fuera más allá de los protocolarios grititos de los portavoces de guardia.
En cierto modo, no había de qué extrañarse: la izquierda nacional, ese incipiente oxímoron, lleva demasiado tiempo desenterrando cadáveres, persiguiendo sombras y sancionando estatutos como para percibir nítidamente la injusticia allí donde ésta amenaza con desbordarse.
Los dos hablaban mucho de política, como, por otra parte, hablaban de todo, y aunque estaban de acuerdo en lo esencial, Patrice desconfiaba hasta tal punto de todas las instituciones, era tan propenso a denigrarlas, que ella, por reacción, se veía obligada a interpretar en la pareja el papel ingrato del partido del orden.
Emmanuel Carrère, De vidas ajenas