Pido perdón por el improvisado retruécano, pero necesito ese palabro de sintratos, que el lector agradecerá enseguida para entender lo que me urge decir. Podría haber recurrido al más técnico contratos de adhesión. Son esas hojitas impresas, normalmente con letra menuda y frases ininteligibles, que nos ofrecen las empresas, bancos, editoriales, hospitales y demás organizaciones, para que las firmemos. Las llaman contratos, pero en ningún caso el firmante tiene la oportunidad de negociar, y no digamos proponer o alterar, las cláusulas. Es un suceso cada vez más frecuente en nuestro mundo burocratizado. Me parece un exceso de cortesía llamar "adhesión" a la conducta que no permite más opciones que las que vienen impresas. En época pretérita se decía "trágala".
Un sabio principio del Derecho Romano, que ha llegado hasta nosotros, es que "de cualquier forma que uno quiera obligarse, queda obligado". Lo que ocurre es que en nuestro tiempo uno queda obligado continuamente por decisiones de alguna institución poderosa, y todas lo son. Lo fundamental es que al paciente interesado no le cabe más que aceptar el susodicho contrato. Por eso me atrevo a llamarlo "sintrato". Ya sé que de esa forma se promueve la seguridad en las transacciones de toda índole, pero hay otros valores que quedan arrumbados.
A lo más que puede aspirar la indefensa persona particular es a que la entidad en cuestión (da igual que sea el Fisco, una compañía de seguros o cualquier otra persona jurídica) le comunique los derechos del firmante. Realmente son pocos, abundan más las obligaciones. Por ejemplo, el día menos pensado uno recibe la cartita impresa del banco en la que se le comunica que, a partir de ahora, las comisiones o los intereses serán tales o cuales. Es así de sencillo: los depósitos recibirán un 0% de interés y los ocasionales descubiertos (números rojos) se gravarán con un 4,5%. Se trata de un curioso contrato, cuyas cláusulas no admiten ninguna discusión. O las tomas o las dejas. Bien, si las dejas, puedes irte a otro banco. Ahora bien, los pocos bancos que hay (y cada vez son menos) se han puesto bonitamente de acuerdo sobre el precio de sus servicios a sus llamados clientes. En síntesis, a los particulares no les cabe más opción que plegarse a las condiciones que establecen las imponentes personas jurídicas. De poco vale confiar en el Estado de Derecho, que no es más que el derecho del Estado y de las demás entidades que se escriben con mayúsculas.
Siempre cabe querellarse ante la Justicia cuando uno entiende que sus derechos han sido atropellados. Pero esa acción cuesta tiempo y dinero, aparte de que la Justicia no siempre da a cada uno lo suyo. Por otra parte, el Estado y las otras personas jurídicas cuentan con infinitos medios legales. Otra inmensa ventaja es que su vida supera con mucho la de las personas físicas.
En definitiva, eso del Estado de Derecho y de la igualdad de todos ante la ley (ahora dicen la "legalidad") son macanas. Lo mismo que la famosa separación de poderes del Estado, la independencia de los jueces y fiscales, la soberanía del consumidor y tantas otras letanías tranquilizadoras. ¿Es que nos vamos a creer que hay verdadera competencia empresarial al funcionar un Tribunal de Defensa de la Competencia? No basta con reiterar que algo existe para garantizar su realidad.