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Amando de Miguel

Desconfiar de los gobernantes

Resulta sanísima la actitud de desconfiar de los gobernantes. Esa desconfianza sistemática debe reforzarse cuando vemos a los gobernantes con ínfulas autoritarias.

Algunos lectores y amigos me preguntan cómo es que he aislado esta noción de la desconfianza como base de las disquisiciones sobre la política de esta semana. De siempre me interesó tal misterio de la naturaleza humana y de la conciencia política. En algunas encuestas hemos deslizado la pregunta de si los entrevistados confían en la gente. El resultado general ha sido bastante deprimente. Está claro que, en contra del vulgar estereotipo, no todo el mundo es bueno. Es decir, la gran mayoría de los españoles no se fía del prójimo.

En este caso, el impulso a seguir buceando en la idea de desconfianza (que tan mal recogen los diccionarios de sociología y ciencia política) se reforzó por un benéfico accidente. Cada semana me reúno, telemáticamente, con mi cuate Gonzalo González Carrascal, con quien nunca me he encontrado personalmente. El estímulo es un texto clásico, que él selecciona con buen acierto. En este caso fue un pensamiento del cardenal Mazarino, mentor de la realeza francesa en el siglo XVII. Para mi sorpresa, el texto del dicho cardenal (siciliano él, ni siquiera se ordenó sacerdote) contiene una verdadera exaltación de la desconfianza frente al prójimo. La ilustración resulta pertinente, pues se trata de un personaje que fue tratado en la vida con los mayores éxitos y recompensas. Así pues, la actitud de desconfianza no puede interpretarse como una simple respuesta a las adversidades.

Ya he hablado de la desconfianza general ante el prójimo. Hay un capítulo, todavía más intrigante, aplicado a nuestra circunstancia actual. ¿Cómo es que los contribuyentes de las democracias avanzadas mantienen una permanente actitud de desconfianza respecto a los gobernantes? Me refiero al caso de España, que me es más familiar.

La ley de hierro de todos los Gobiernos que hemos tenido los españoles en la época de la Transición democrática (vaya título más líquido) es que los impuestos siempre suben. El efecto correlativo y paradójico es que el gasto público, para mantener los privilegios de los gobernantes, nunca baja. Veamos una somera ilustración. En los años finales del franquismo, toda la actividad de la Presidencia de Gobierno se alojaba en el hotelito madrileño de Castellana, 3. Además, este edificio tenía que hacer espacio para los servicios del Plan de Desarrollo. Pues bien, hoy, el complejo de la Moncloa es el equivalente de la Presidencia del Gobierno de antaño. Comprende docenas de edificios, cientos de despachos de altos cargos y asesores, miles de plazas de aparcamiento. A esa burocracia del Gobierno central hay que agregar la de los 17 Gobiernos regionales ("autonómicos"), incluso las dependencias de los ayuntamientos de las grandes ciudades. Se comprenderá que, para dar de comer a una elefantiásica burocracia, los impuestos tengan que subir de forma inexorable, gobierne quien gobierne.

Para disimular el hecho luctuoso de la imparable subida de los impuestos, el Gobierno actual desarrolla una creciente atención a la propaganda por tierra, mar y aire. La más aviesa forma de propaganda es que muchos periodistas y analistas, situados en distintos medios, repiten y amplifican los argumentos del Gobierno, como si fueran un apéndice de este.

Se dirá que el Gobierno está para satisfacer las necesidades de lo que se llama, aviesamente, la "ciudadanía". Pero vayamos a los hechos. Muchas de las decisiones tomadas por los sucesivos Gobiernos de la Transición democrática se han propuesto contener las cifras de paro. Ahora bien, el resultado ha sido que el desempleo ha seguido subiendo de forma imparable. Y eso que el dato se mitiga por la creciente cantidad de jóvenes que siguen estudiando y la de los viejos que se jubilan o prejubilan. Tampoco se incluyen los empresarios y profesionales que no encuentran acomodo laboral.

Por todo lo anterior, se comprenderá mi tesis de que resulta sanísima la actitud de desconfiar de los gobernantes. De manera especial, esa desconfianza sistemática debe reforzarse cuando vemos a los gobernantes con ínfulas autoritarias. Se nota cuando mienten de forma desvergonzada, cuando aprenden a no contestar a las preguntas que se les hacen. Son signos de que forman una casta privilegiada. En cuyo caso, la democracia deja mucho que desear.

En España

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