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Amando de Miguel

Educa, que algo queda

La memoria es un factor poco decisivo y más aún en estos tiempos internéticos. Lo difícil es la capacidad de relacionar cosas, que para mí es el centro de la inteligencia.

José Carlos Martínez Galán –a propósito de la cuestión del "conmigo, contigo, consigo"­– comenta que la recuerda muy bien de la época lejana de su bachillerato. Añade que "sorprendentemente recuerdo mejor aquello que aprendí en el colegio, por lejano que resulta, que lo aprendido en la edad adulta. Quizá los niños deberían estudiar la carrera antes de los 13 años". La última conclusión me parece desaforada, aun siendo humorística. Mi idea es más bien la contraria, que las carreras se deberían estudiar a partir de los 25 años. Antes de esa edad lo mejor sería trabajar en mil oficios y dedicaciones. Mi experiencia me dice que los mejores estudiantes que han pasado por mis cursos han sido los que habían superado ampliamente la adolescencia. También creo que la capacidad intelectiva va madurando con los años. Puede ser que la memoria sea una facultad más aguda en la adolescencia y aun en la niñez, pero se trata de un factor poco decisivo y más aún en estos tiempos internéticos. Lo difícil es la capacidad de relacionar cosas, que para mí es el centro de la inteligencia. La experiencia y la observación me dicen que, al llegar a la edad talluda, empieza a decaer la memoria de los estímulos cercanos en el tiempo y se refresca la memoria de los sucesos que tuvieron lugar en la infancia. Pero insisto en que una cosa es recordar y otra relacionar. Los grandes creadores (artistas, científicos, empresarios, profesionales) son los que establecen conexiones entre los estímulos que pasan por alto las personas del común. Claro está, esa habilidad no es solo innata; se educa. Al final, dominar una materia cualquiera del conocimiento consiste en saber comparar. En la cultura española sobresale la mentalidad resistente a las comparaciones. Lo óptimo es lo "incomparable", lo que "no se puede ni comparar". Un argumento muy común en todo tipo de discusiones es "no es lo mismo lo uno que lo otro". Es corriente la resistencia a comparar, cuando esa es la clave del conocimiento. A veces se pide perdón por establecer una comparación. Recuérdese el castizo "perdón por el comparando" o la cautela de "sin ánimo de comparar". Todas esas manifestaciones del habla popular son expresiones de lo lejano que resulta el razonamiento científico.

Miguel Ángel Bartolomé Manrique asegura que la inteligencia es "la capacidad de síntesis y análisis". Puede ser, pero en ese caso habría que aclarar qué es eso de la síntesis y del análisis. Cierto es que, como dice don Miguel Ángel, los animales "saben relacionar las cosas con sentido" (que para mí es la clave de la inteligencia), pero entiendo que lo hacen de una manera concreta y utilitaria, no abstracta. Quizá haya un punto de inteligencia en los animales, pero carecen de intelecto y no digamos de conciencia. El intelecto es precisamente la capacidad de utilizar la inteligencia para comparar, para establecer relaciones abstractas. No se crea que la abstracción signifique necesariamente algo filosófico. El hombre primitivo que fabricó por primera ver un hacha de piedra desplegó una inmensa capacidad de abstracción; supo intuir que una piedra y un palo eran algo más que eso. El chimpancé más inteligente sabe que con una piedra puede partir una nuez, pero nunca entenderá que esa misma piedra puede reservarse para otras tareas.

A veces consideramos (más) "inteligentes" a algunas personas que saben aprovecharse de las demás y servirse de las cosas. No, no son inteligentes sino listas. La listura sí es una capacidad innata, próxima a lo que llamamos inteligencia animal. El chimpancé de un año de edad es más listo que un niño que haya nacido por las mismas fechas. La diferencia está en que el niño va a superar pronto al chimpancé en la capacidad de aprender, de comparar, de establecer relaciones abstractas. La primera y más necesaria abstracción es el habla, aunque sea por signos.

Es sólita la queja de los profesores respecto a las faltas de ortografía de los alumnos. Desgraciadamente, algunos profesores ya no las notan, pues ellos fueron también alumnos hace poco. Así pues, la degradación léxica se precipita en espiral. Claudio Verdú me envía un texto que parece inverosímil. Corresponde a un artículo de periódico publicado por un "¿insigne? Poeta joven, español y coetáneo". El cual es profesor de Filología Española en una universidad andaluza. Hace poco estuvo nominado para el premio Cervantes. La cita dice así: "Y haber quién crea puestos de trabajo, quién le da de comer a los moros y a los ecuatorianos. Habrá muchas declaraciones contra el racismo, pero si no se les da trabajo haber cómo van a vivir". El texto pasó, sin duda, por un corrector informático, pero la reiteración de ese haber en lugar de a ver, más la ausencia de comas, me dice que el insigne poeta y profesor de Filología es un analfabeto. Todos lo somos ocasionalmente, pero ese mal de muchos no es gran consuelo.

Minaith (Mieres, Asturias, joven de 23 años, estudiante de Formación Profesional) comenta que en la Programación de Lengua Castellana y Literatura se insiste en que hay que respetar los usos lingüísticos del alumnado. La opinión del asturiano es que, de esa forma, al no enseñar bien la lengua estándar, el resultado va a ser la marginación. Estoy de acuerdo. Cierto es que hay que respetar las variaciones regionales de la lengua común, pero conviene que los alumnos distingan entre esa modalidad del habla y la estructura de la lengua estándar. Naturalmente, la enseñanza está sobre todo para que los alumnos lleguen a dominar esa estructura. De otra forma no van a poder prosperar en los empleos de la sociedad de servicios. Parece mentira que haya que insistir en algo tan elemental.

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