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Amando de Miguel

La melancolía, el mal del siglo

Una salida personal, ante este mundo idiotizado, es la melancolía; más bien, una defensa. Lleva el peligro de la ulterior hipocondría.

Siempre me he considerado un pesimista recalcitrante; últimamente, más. No sé si ese estado anímico se traduce en las "afinidades afectivas". Pero, el hecho cierto es que, desde un tiempo a esta parte, compruebo que un notorio talante alarmista es el que domina en los mensajes y comentarios de mis amigos y corresponsales. Puede que esto sea una consecuencia de algunos factores ocasionales, como el envejecimiento individual y colectivo, la crisis económica o la pandemia del virus chino. Sin embargo, sospecho que el asunto es de índole estructural, no ocasional.

Se trata, nada menos, del mal de este siglo: la melancolía. De tal forma, que el pesimismo no es más que un pequeño síntoma de esa general enfermedad. Que, por cierto, es antiquísima. Desde hace más de dos mil años, con ese mismo nombre (en griego "mal negro"), los médicos han seguido diagnosticando un tipo de "dolencia sin fiebre", que afecta a muchos individuos de toda condición. Se manifiesta por un ánimo pesimista y triste, aquejado de algunos miedos y de un desusado sentimiento de culpa. En la fase de acmé, se traduce en manías, obsesiones y otros delirios; antes de eso, en síntomas físicos, como el insomnio pertinaz y el estreñimiento, entre otras bagatelas.

Desde hace mucho tiempo, ya, no se acepta la interpretación tradicional de la melancolía como parte de la "teoría de los humores". No es, pues, un temperamento, sino un estado enfermizo de la mente, provocado por circunstancias externas.

Así pues, llegamos, en nuestro tiempo, a una consideración de la melancolía como una especie de "dolencia social", en la medida en que afecta a muchas personas, como si fuera una epidemia. El diagnóstico no es el de un planteamiento interior, sino la respuesta al estímulo de un mundo hostil, quebradizo. Lo es porque la Tierra se percibe como un medio contaminado y el cuadro político como ineficiente. Al menos, en España, es fácil percibir la sensación de que, durante los últimos lustros de vida pública, hemos padecido los Gobiernos más inoperantes de la historia contemporánea. Añádase la percepción de entrar en el estadio de una formidable hecatombe económica, y eso que no hemos pasado del zaguán. Se traduce, por ejemplo, en la impresión, que tienen muchos jóvenes, de que no van a disfrutar de un empleo apropiado a sus aspiraciones y a sus títulos académicos. Eso es mucho más significativo que las estadísticas de paro. Por otro lado, la sociedad toda contempla, con secreta satisfacción, que los puestos ancilares se reservan a los inmigrantes extranjeros, aunque, sean "ilegales". El resultado es una nueva y lacerante desigualdad social. Todo ello precipita miedos colectivos cervales.

No habrá que extrañarse de las continuas depresiones que afectan a la población actual. Las cuales se tratan con pastillas, esto es, con química. Es el remedio generalizado para otras muchas enfermedades. Por si fuera poco, hay que añadir el hecho circunstancial de la pandemia del virus chino, que no deja de atemorizar a la gente. Se colige que es una enfermedad muy contagiosa, difícilmente, curable, como las pestes de la antigüedad. En España, ya, hemos pasado el punto mágico del 70% de la población vacunada. Se nos dijo, repetidamente, que ese momento era el de la "inmunidad de rebaño"; es decir, el práctico final de la epidemia. Pero, el tal no ha llegado. He aquí la nueva frustración colectiva; "rebañega", habría que decir. Con tanta ciencia acumulada, no se sabe cómo vencer al maldito virus espinoso. Las vacunas se han convertido en el mayor negocio del siglo para los fabricantes y los intermediarios.

Una salida personal, ante este mundo idiotizado, es la melancolía; más bien, una defensa. Lleva el peligro de la ulterior hipocondría: la manía de padecimientos, más o menos, imaginarios. En ella, estamos muchos; en mi caso, en la forma de agorafobia o el temor a salir de casa. Me arropa la tradición de los "acostados", los españoles de hace algún tiempo, que temían un parecido miedo a levantarse de la cama. Hubo eximios escritores con ese raro trastorno crónico. Es un pequeño consuelo

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