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Amando de Miguel

La sorpresa de la inmersión lingüística

Por criticar la doctrina de la 'inmersión lingüística' en Cataluña hace cuarenta años tuve que salir de najas de mi querida Barcelona.

No todo va a ser lamentarse sobre la decadencia de Occidente o la caída de los dioses. Hay veces en que uno se sobresalta ante ciertas noticias minúsculas, a escala individual o anónima, que me llenan de preocupación.

En este caso, me detengo ante la pequeña tragedia de tres familias de inmigrantes de otros países, aposentados por azar en la otrora tranquila villa navarra de Alsasua. Una proviene de China, otra de Marruecos y la tercera de un país del Este europeo, que no recuerdo. El destino las ha hecho confluir en un país lejano donde esperan medrar con su honrado trabajo. Las tres familias tienen hijos pequeños y coinciden en el momento de llevarlos por primera vez a la escuela pública, maravillosamente gratuita. El problema es que, para su sorpresa, en los centros escolares de Alsasua la enseñanza infantil solo se da en vascuence. Las tres familias, ahora amigas en su infortunio administrativo, consideran que sus legítimos deseos de salir adelante se van a reducir mucho. Sus respectivos vástagos no van a poder instruirse en una lengua de alcance internacional como es el castellano. Así que se disponen a llevar a los niños a una escuela de Pamplona (a más de una hora de viaje), donde sí se les proporciona esa facilidad.

El suceso me recuerda el caso de un amigo andaluz, ingeniero industrial de profesión, que trabajaba en Madrid y que fue trasladado a la central de su empresa británica, con sede en Barcelona. La pareja se acababa de casar y no tenía hijos. Pero la descendencia llegó en seguida por la fuerza de la naturaleza. Al cabo de un par de años, mis amigos, bien integrados en la vida barcelonesa, se plantearon que sus deseos de movilidad geográfica se iban a truncar con el asunto de la enseñanza. La escolaridad infantil solo se realizaba en catalán. Así que cortaron por lo sano y forzaron la máquina hasta conseguir un ulterior traslado de mi amigo a la ciudad de Cardiff, en el Reino Unido. En ella se aloja la central de la empresa, especializada en todo tipo de válvulas. De esa forma, la pareja podría perfeccionar el inglés y sus hijos se educarían desde las primeras letras en un idioma de auténtico alcance internacional. El plan parecía óptimo, pero no cayeron en la cuenta de un nuevo inconveniente. En Cardiff todas las escuelas públicas daban la enseñanza infantil en una lengua vehicular bien ajena a los propósitos de movilidad de la pareja: el galés. El contrato de mi amigo era para cuatro años y ya tenían dos hijos en edad de asistir a la enseñanza preescolar, o comoquiera que se llame en el Reino Unido.

Siento irritar otra vez a un anónimo lector de mis artículos, que se comunica conmigo oculto bajo el seudónimo de YYY. El hombre (o quizá la mujer) me recrimina por introducir en muchos de mis comentarios la cuestión de la lengua. "Don Amando", me dice, "dedíquese a la sociología y déjenos en paz a los lingüistas". Pero me resulta imposible ocuparme de las tribulaciones de la sociedad española sin que surja el asunto del lenguaje. Me refiero propiamente al habla, a los usos léxicos. A los cuales he dedicado, no ya artículos, sino libros enteros. Precisamente, por criticar la doctrina de la inmersión lingüística en Cataluña hace cuarenta años tuve que salir de najas de mi querida Barcelona. Seguía la estela de los firmantes de un manifiesto que redactó Santiago Trancón y que suscribieron también otros arriscados castellanoparlantes. Federico Jiménez Losantos fue el que se llevó la peor parte. Claro que luego se comprobó que Dios escribe derecho con renglones torcidos.

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