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Amando de Miguel

La última parida progresista

Las reformas que podríamos llamar 'cosméticas' desplazan las de más fondo que los conservadores no se atreven a plantear.

Puede que sea realmente la penúltima, porque resulta difícil ponerse al día en esta cuestión. Consiste en la portentosa reforma jurídica por la que los niños, al nacer, pueden escoger el orden de los apellidos. Mejor dicho, los progenitores (como se llaman ahora) se ponen de acuerdo para decidir si el primer apellido es el del progenitor A, como hasta ahora, o el del progenitor B. Lo más curioso es que, en caso de no llegar a un acuerdo, el orden lo determina el funcionario del Registro Civil. Seguramente lo hará según sea su sexo. Empezará un conflicto gratuito entre el padre y la madre de la criatura. Una vez más, habrán triunfado las feministas de todos los partidos, muchas de ellas reacias al matrimonio. Se aplaude el tesón que manifiestan en sus estólidas reivindicaciones.

Son ganas de marear la perdiz administrativa. En las diferentes culturas se establece un orden automático para la colocación de los apellidos. Por ejemplo, en los Estados Unidos la mujer pierde el apellido paterno cuando se casa, para adoptar el del marido, que es el de su respectivo padre. En algunos países se antepone el apellido de la madre al nacer la criatura, lo cual parece más natural. Pero lo razonable es que haya un orden acostumbrado de los apellidos y que recogen las leyes. Lo que no se puede hacer es ir alterándolo según los vaivenes políticos. Ahora la moda consiste en dar gusto a los grupos feministas, incluso por parte de un Gobierno conservador, como parece que es el actual en España. Pero lo que le place es satisfacer los deseos de las fuerzas progresistas, por paradójico que parezca. En realidad,lo que funciona es que las reformas que podríamos llamar cosméticas desplazan las de más fondo que los conservadores no se atreven a plantear.

Puestos a intervenir en esta materia de los apellidos, reconozcamos un hecho sorprendente. El nombre propio y los apellidos (usualmente dos en España) forman parte esencialísima del sentido de identidad de cada persona. La sorpresa está en que tal elemento definitorio no lo elige cada individuo sino sus respectivos padres, amparados por las leyes. La que ahora cambia no desvirtúa ese hecho fundamental. Así pues, la verdadera reforma sería que, al llegar la mayoría de edad o quizá la adolescencia, se diera la opción a cada persona de llamarse como quisiera. El único peligro es que se concentraran los llamados como los famosos según las fechas. Pero se podría establecer una cuota para lograr una cierta variedad. No es difícil una cosa así con los medios informáticos de que se dispone.

Ya sé que el lector crítico, que es mi favorito, objetará que mi propuesta resulta tan arbitraria como la norma que ahora rige o como la que se quiere cambiar. Acepto el reproche anticipado, pero no se me ocurre qué norma objetiva y universal pueda haber para contentar a todo el mundo. En cuyo caso se verá mejor que el cambio progresista que ahora se propone no va a satisfacer a nadie y va a crear una confusión babélica. ¿No podrían dedicarse los gobernantes y los parlamentarios a reformas más urgentes y necesarias? La obsesión de los políticos por alterar las costumbres es un viejo vicio llamado arbitrismo. Ya va siendo hora de que lo superemos. De lo contrario caeremos en la tentación de alterar la fecha y lugar de nacimiento según los gustos del interesado. Se supone que todos estos cambios en la identidad de las personas los apoyarían con gusto los delincuentes. En cuyo caso el arbitrismo termina siendo una tontería perjudicial.

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