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Carmelo Jordá

¿Subirse a un taxi?

Díganles a los ciudadanos que han visto sus ciudades bloqueadas una y otra vez por hordas de gamberros violentos que hay que dar a los bloqueadores unos cuantos millones de sus impuestos y verán qué ilusión les hace.

Díganles a los ciudadanos que han visto sus ciudades bloqueadas una y otra vez por hordas de gamberros violentos que hay que dar a los bloqueadores unos cuantos millones de sus impuestos y verán qué ilusión les hace.
EFE

No sé si nunca habíamos asistido a la autodestrucción de un negocio tal y como ahora estamos asistiendo a la del taxi. El ejemplo más cercano que se me ocurre es el de las discográficas, pero ni siquiera aquellas furibundas y mal entendidas campañas contra la música en internet –no, no era sólo la piratería– fueron tan contundentes a la hora de destruir la relación con su público y arruinar sus fuentes de ingresos.

El paralelismo tiene bastante sentido porque al taxi, igual que a la música, le ha atropellado la evolución de la tecnología, que ha colocado su mercado donde no estaba y, lo que es peor, donde no quería estar.

Lo cierto es que de las revoluciones tecnológicas no siempre se sale bien parado, y si no que nos lo digan a los periodistas; sin embargo, tampoco todo es necesariamente negativo, y de hecho ni siquiera lo ha sido para el periodismo: hoy por hoy viven de este sector muchísimas más personas de las que lo hacían hace 20 años, aunque quizá no en las condiciones en las que nos gustaría, cosa que por supuesto pasa en muchos más ámbitos, no hay que ser tan llorica.

Sea como fuere, el avance tecnológico es imparable y corre en contra del sector del taxi, al menos tal y como lo entienden los taxistas. Cabify y Uber son los enemigos más obvios, pero la verdad es que ya no son los únicos: ahí están también los coches eléctricos sin conductor, las motos eléctricas, incluso las bicicletas y los patinetes. Por supuesto, ni todas estas opciones les valen a todos los que actualmente usan taxis ni son alternativas reales en todas las circunstancias, pero los porcentajes serán cada vez mayores. Y la cosa no se va a parar aquí: más pronto que tarde los coches autónomos harán que tener un conductor para moverse por la ciudad sea una rareza y, probablemente, un lujo. Para entonces se habrán quedado obsoletos no sólo los taxis, también Cabify, Uber y muchas más cosas.

Pero mientras tanto, las huelgas salvajes están arruinando no sólo los años que les quedasen a los taxistas de ir tirando, aunque fuese en declive, sino incluso las posibilidades de una salida razonable a sus problemas, que las posiciones maximalistas y la animadversión de la opinión pública hacen cada vez más difícil: díganles a los ciudadanos que han visto sus ciudades bloqueadas una y otra vez por hordas de gamberros violentos que hay que dar a los bloqueadores unos cuantos millones de sus impuestos y verán qué ilusión les hace.

Lo peor, no obstante, no es eso; lo peor es que demuestres que una parte significativa de los taxistas de las ciudades más importantes de España son unos cafres capaces de cualquier cosa y, muy especialmente, de desplegar un nivel inaudito de violencia y de amenazar con aún más violencia, a despecho de sus propios clientes, de trabajadores con los mismos derechos que ellos, de acontecimientos que también son importantes para su negocio –hay que ser muy burro para dedicarte al transporte de pasajeros y boicotear el sector turístico– y, sobre todo, de transmitir la imagen entre sus usuarios de que subirte a un taxi es una lotería en la que te puede tocar un delicioso viaje con Peseto Loco o con cualquier otro energúmeno por el estilo.

A mí que no me esperen, desde luego. Hay formas más elegantes de jugarse el tipo.

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