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Cristina Losada

Barcelona, 8 de octubre

La Cataluña que estaba desterrada del espacio público ha salido a ocuparlo. La Cataluña que estaba silenciada y silenciosa ha roto a hablar. Ya nada será igual.

La Cataluña que estaba desterrada del espacio público ha salido a ocuparlo. La Cataluña que estaba silenciada y silenciosa ha roto a hablar. Ya nada será igual.
Mario Noya | LD

Nunca imaginé que iría a una manifestación en la que se gritara, y en la que yo gritara: "¡Esta-es-nuestra-policía!". Tampoco Isabel y Elena, las dos barcelonesas con las que estaba, se habían imaginado nunca que irían a hacerse una foto con un policía, ¡con un madero!: un joven policía nacional que, detrás de la la comisaría de Vía Laietana, asistía emocionado desde sus dos metros de altura al continuo paso de personas que le daban la mano, le decían "no estáis solos" y se sacaban fotos con él. Cómo no hacerlo si los habían llamado literalmente "animales", si los habían querido echar como los desaprensivos echan a los perros, si acosaban a sus hijos en las escuelas, si los llamaban "fuerzas de ocupación". Y todo eso, en realidad, por un solo motivo: porque representaban a la ley.

Creo que nadie pudo imaginar todo lo que se iba a ver y todo lo que se iba a demostrar en el centro de Barcelona el domingo 8 de octubre. El jueves, cuando tuve claro que tenía que ir y conseguí un billete de tren, sólo sabía que quería estar allí. Al cabo de las trece horas y media de tren que hay entre Vigo y la plaza Urquinaona, tampoco sabía mucho más. Sólo que estábamos en uno de esos escasos momentos que merecen llamarse históricos.

Pero ¿cómo iba tejerse la historia en las calles de Barcelona? ¿Pasaría de largo la oportunidad de decir ¡basta!? ¿Y si aquella convocatoria hecha con tan poca antelación, por una asociación pequeña y de pocos medios, resultaba que apenas reunía a unos pocos miles de personas, solo a esa minoría de resistentes habituales que ya se ha ganado desde hace tiempo el título (prácticamente nobiliario en este caso) de "botifler", de traidor?

A las diez, desayunando cerca del Arco de Triunfo, en el paseo de San Juan, vimos las primeras riadas. Salían de la boca del metro y Cercanías. Los trenes llegaban llenos de gente y la mayoría de esa gente llegaba con la bandera de España puesta: de chal o de capa, plegada aún alrededor de un mástil improvisado, o desplegada ya. No pocos llevaban otra bandera que también era revolucionaria en una ciudad tomada hace años por las esteladas: la senyera. Había una brisa suave, como de encargo para ondearlas.

Aparcaron allí cerca un par de autocares y bajó más gente con más banderas. No supe de dónde venían, pero imaginé que, al igual que yo, los de los autocares eran los "de fuera" cuya llegada estaban denunciando los separatas. Los de la manifestación "no son de aquí". El abuelo Llach había pedido la noche antes a todo el mundo que aún le presta atención que se quedara el domingo en casa para no ver la invasión alienígena que se preparaba. ¡Qué miedo!

"No son de aquí", ese siempre ha sido su tema, el de los separatas. Y, bueno, estaba claro que los que llegabamos de otros puntos de España para el 8-O tampoco íbamos a "integrarnos". Integrarse es lo que les exigen a los de fuera, a los que son "de fuera", aunque lleven toda su vida dentro; a los que no son de allí, aunque hayan nacido allí. Pero ¿integrarse en qué, exactamente? ¿En qué ha de integrarse un ciudadano español en Cataluña?

Los devotos separatistas que no siguieron el consejo de Llach y salieron a la calle el domingo en Barcelona se llevarían un buen susto. No reconocerían la ciudad, por la sencilla razón de que había dejado de ser suya: dejó de ser su propiedad exclusiva. Tampoco reconocerían a la extraña especie que andaba por las calles. Porque no eran extraterrestres, no eran fachas, no eran frikis (bueno, quizá había alguno, ¿y qué?). Pero los que andaban por las calles de Barcelona eran de la especie menos reconocible para un nacionalista: eran ciudadanos. Da igual que sea de Sabadell o de Lugo: el ciudadano, para un nacionalista, siempre es "de fuera".

De camino a Urquinaona, vimos que cada vez había más. Más ciudadanos. Más banderas constitucionales. Más carteles hechos en casa. Un hombre joven, pelo largo y rizado, se nos acercó: "No he hecho nunca esto", dijo como introducción. "Sois José García Domínguez y Cristina Losada, ¿verdad? Os sigo". Se presentó, nos dimos la mano y se fue, pero Alex había dicho algo que se me quedó grabado: no he hecho nunca esto. Porque a todos los que estábamos allí nos pasaba lo mismo. Nunca habíamos hecho algo igual. En cuatro décadas, nunca se había hecho algo como aquello en Cataluña.

Debían de ser las once y media cuando empezó a estar claro. Había tal gentío en Urquinaona y aledaños que no se podía ni echar a andar. Al darnos cuenta de que ya éramos tantos, todos queríamos tener una panorámica que sólo, y aún parcialmente, podían vislumbrar los que pasaran del metro noventa. Había en la acera, cerca del semáforo, una caseta de un metro y pico de alto. La gente se la disputaba para subirse y ver cuántos éramos ya. Un señor de mucha edad quiso escalarla, con bastón y todo. Su mujer, por fortuna, le disuadió.

Unos pocos metros más allá, pero media hora después, pues avanzábamos a paso de tortuga, encima de otra caseta, dos chavales con banderas españolas y peinados punk mantenían una charla. Uno se había teñido el pelo, corto y puntiagudo, de rojo y gualda. El sol empezó a quemar. Una señora y su marido buscaron la sombra escasa de los arbustos. Hablamos. "Han ido demasiado lejos", me dijo la señora. "Había que hacer esto".

Ibas viendo y todo eran diferencias. Edades, clases sociales, estilos. Todo eran diferencias, pero había algo en común. Había algo en común, y valioso, cuyo símbolo llevaban muchos, y aunque no lo llevaran era, en realidad, la razón imperiosa y urgente de que estuviéramos allí. Aquello en común, aquello valioso, era España.

Al doblar, y ya era la una, hacia Vía Layetana, un pequeño promontorio en la acera nos permitió ver el panorama calle abajo. Llenazo. Hasta el mar. El sonido de un equipo de música portátil dio el ritmo para cantar: "¡Lolololololo, que viva España!". Lo de Manolo Escobar fue un antídoto de urgencia para las caceroladas separatistas, y ahora era un himno. No nos sabíamos la letra, pero se cantó, igual que se tarareó el himno oficial, aunque lo de Escobar tenía más pegada y cuadraba más con el buen humor de aquella reunión ciudadana. No estábamos allí para amargarnos.

Pasaron pandillas de hombres jóvenes descacharrándose de risa. ¿Qué irreverencias, qué herejías estarían soltando por los megáfonos que llevaban? Qué pena, no pude oírlos. El humor estaba en las caras, pues aunque la ocasión era grave, nosotros no somos unos muermos; para eso somos quienes somos. Estaban el humor y el ingenio en los carteles, variopintos, cada loco con su tema, hechos en casa y exhibidos en completo desorden, en el estallido de caos creativo que fue el 8 de octubre. En otras cosas fallaremos, pero damos el do de pecho en la improvisación. La desorganización, a veces, saca lo mejor de nosotros mismos.

"No somos IKEA ni esta es vuestra casa para que proclaméis una república independiente", ponía el cartel que lleva una chica sonriente. Antes, me fijé en éste que portaba Roger: "Sólo veo TV3 cuando sale Arcadi Espada". Había carteles que eran auténticos manifiestos. Un señor llevaba como cartel una revista con una foto de Kennedy y el texto de algún discurso suyo. Una chica con las uñas pintadas de azul había dibujado un corazón con las banderas española y catalana y el texto "Todos unidos".

Hubo salidas al balcón que se celebraron. Como la de una abuela y su nieta (supusimos), que veían la mani desde un balcón adornado con la bandera de España al principio de Vía Layetana. Se comentó, por cierto, que de un día para el otro habían desaparecido muchas esteladas de los edificios. En la casa de al lado, en un larguísimo balcón, media docena de personas ondeaban banderas y hasta paraguas con la bandera española. Enfrente, en la inmensa azotea de un edificio antiguo, vi primero a un hombre que agitaba una toalla roja, como dirigiéndose a la manifestación. ¿Qué querría decir? Al cabo de un rato, desde aquella terraza maravillosa desplegaron grandes banderas españolas. Habían ido a comprar. Alegría y ovaciones desde la calle.

Los gritos que se coreaban no eran continuos y se iban sucediendo a propuesta de viva voz de aquí y de allá. No todos tenían éxito. Pero el que más, el que se coreaba con más vehemencia era: "¡Puigdemont a prisión!". Parece que a Borrell no le gustó y que echó una regañina. Hombre, no nos pongamos tan finos. Después de todo lo que ha pasado, después de todo lo que han hecho los nacionalistas y los separatas. Y después de todo lo que no han hecho los que tenían que haberse opuesto. Regañe antes a su partido, señor Borrell. Dígale algo al ausente Iceta.

Ya que estamos, le quiero contar a Borrell lo que me dijo una señora allí, al principio de la Vía Layetana. Estaba la familia al completo. Yo me fijé en ellos porque las hijas, dos adolescentes, tenían unas voces increíbles. La madre me miró intensamente y me dijo, con la misma intensidad lo siguiente: "Estamos hasta los cojones. Se creen que sólo mandan ellos. ¿Y los demás, qué?".

Fue el manifiesto más preciso que encontré en la gran reunión ciudadana del 8 de octubre en Barcelona. Era la síntesis de lo que había sucedido y seguía sucediendo. Por eso estábamos allí. Para que esos que creen que Cataluña es suya, esos que creen que sólo mandan y pueden mandar ellos, tuvieran claro que no es así.

Tuvo que hacerse lo que no se había hecho nunca para ver si los nacionalistas dejan de hacer lo que han hecho siempre. La Cataluña que estaba desterrada del espacio público ha salido a ocuparlo. La Cataluña que estaba silenciada y silenciosa ha roto a hablar. Ya nada será igual. Más vale que se den por enterados. Se acabó, ya no mandan.

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