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Cristina Losada

¿Es pecado condecorar a la Virgen?

Ah, la religión, vaya enemigo que han encontrado en las democracias y sociedades secularizadas de Europa.

Ah, la religión, vaya enemigo que han encontrado en las democracias y sociedades secularizadas de Europa.

El Ministerio del Interior ha decidido conceder la medalla del mérito policial a Nuestra Señora María Santísima del Amor, con cuya cofradía mantiene colaboración la Policía Nacional en los actos de la Semana Santa. La concesión ha levantado protestas del Sindicato Unificado de Policía, aunque matizando que no tienen nada contra la Virgen, y ha despertado de nuevo al laicismo militante, siempre alarmado por la presencia pública de cualquier símbolo religioso, máxime si es, como sucede en España, un símbolo católico.

No ha de ser ésta la primera condecoración que se le pone aquí a una imagen religiosa, como se colige de la colección de medallas que portan algunas. Por otro lado, tanto las armas del Ejército como la Policía y la Guardia Civil tienen como patronos a diversos santos, vírgenes o apóstoles. Ni aquellas condecoraciones ni esos patronazgos han impedido que España sea desde hace más de tres décadas un Estado aconfesional en el que se mantiene la separación entre la iglesia y el Estado, y se respeta la libertad religiosa, al igual que la libertad de no pertenecer a religión alguna.

Podríamos deducir de ahí que esas tradiciones son inofensivas y que responden a la realidad histórica de España, estrechamente vinculada al catolicismo, cosa que, guste o no guste, no puede borrarse. Pero el fundamentalismo laicista, que es tan deplorable como el fundamentalismo religioso, sí quiere ese borrado. De manera que ve un crucifijo en una toma de posesión o un belén en un ayuntamiento o un funeral de Estado en una catedral y se pone de los nervios. ¡Es el fin de la separación entre iglesia y Estado!, ¡el regreso de los tiempos oscuros!, ¡la intromisión de la religión en la vida pública! Y también, ¡esto no pasa en ninguna democracia europea!

Yo no sé si quedarían contentos si nuestros funerales de Estado se celebraran en una nave industrial. Sé, en cambio, pues no fue hace tanto, que los que hizo el gobierno socialdemócrata de Noruega por los jóvenes socialistas asesinados por el fanático Breivik se celebraron en una iglesia. No en un garaje. Lo mismo sucede en tantos otros países. Los rituales públicos no prescinden siempre ni en todas partes de los rituales religiosos. Podíamos prohibir que las autoridades acudiesen a las procesiones de Semana Santa, otra mezcla intolerable, para el laicismo militante, de la religión y el Estado. Pero entonces háganme el favor de prohibir también que asistan a partidos de fútbol y hagan homenajes oficiales a los equipos. ¿Qué pintan ahí los representantes estatales? Cierto que el fútbol no es religión, aunque a veces lo parezca.

Ah, la religión, vaya enemigo que han encontrado en las democracias y sociedades secularizadas de Europa. Y vaya paradoja. Porque los que proclaman con satisfacción el declive de la influencia de la iglesia alertan del tremendo peligro que aquella representa, y ven en cualquier nimiedad un retorno a la época de la Inquisición o a la del franquismo, que tanto les da. A ver si se aclaran.

En España

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