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Cristina Losada

Libertad pixelada

Defender la libertad de expresión cuando el caso nos conviene políticamente no es defender la libertad de expresión.

Defender la libertad de expresión cuando el caso nos conviene políticamente no es defender la libertad de expresión.
EFE

Fue muy oportuno que la alcaldesa de Gerona se ofreciera a exponer la obra que se retiró de ARCO con los rostros pixelados de los dirigentes del golpe separatista. Lo fue, aunque su oferta no prosperara, porque resulta muy representativa de los equívocos y equivocaciones que circulan sobre la censura y la libertad de expresión. Marta Madrenas hizo su ofrecimiento con una declaración en Twitter que decía así:

Gracias Tatxo Benet [comprador de la obra] en nombre de la libertad de expresión y la artística. Sería un honor para Girona exponer la obra censurada de Santiago Sierra Presos políticos. Sólo con ciudadanos críticos pueden progresar las sociedades, por eso son imprescindibles la educación y la cultura.

Se le olvidó poner que los ciudadanos críticos tienen que excluir de su crítica al nacionalismo y al independentismo, pero sigamos.

Madrenas, que sustituyó en el cargo a Carles Puigdemont y es del mismo partido, quiso presentarse como gran partidaria de la libertad frente a la censura, pero en realidad se mostró simplemente como partidaria. Porque no pretendía otra cosa que exponer una obra que concuerda, confirma y ensalza sus propias posiciones y convicciones políticas. Defender la libertad de expresión cuando el caso nos conviene políticamente no es defender la libertad de expresión. El compromiso con la libertad de expresión se demuestra andando. Se demuestra cuando el uso de esa libertad nos molesta. Sólo tendría mérito la oferta de la alcaldesa si tratara de exponer una obra censurada por criticar, agraviar o ridiculizar sus convicciones políticas. Como no es así, ahórrese los sermones sobre la libertad de expresión, el progreso y la crítica.

En 1995, en la Cataluña gobernada por Pujol, el fundador del grupo de teatro Els Joglars, Albert Boadella, a punto de estrenar la obra Ubú president, sátira sobre el mentado y su entorno, decía en una entrevista en El País: "Me sorprende que no se haya hecho ningún tipo de sátira política en Cataluña en los últimos quince años, desde que hice con el Lliure Operació Ubú". Nos sigue sorprendiendo. Sorprende que en Cataluña haya tan pocas expresiones artísticas que lancen algún dardo crítico hacia la ideología, los gobernantes y el discurso político y cultural hegemónico durante tantos y tantos años. Nada. La libertad de expresión y creación se ha manifestado allí con el rasgo excepcional de no molestar al poder. Uno que molestaba, como Boadella, acabó diciendo adiós a Cataluña y marchándose a Madrid.

¿Alguna de las muchas entidades públicas catalanas que promocionan la cultura y el arte han publicado, representado o expuesto, siquiera una vez, obra crítica, satírica o irreverente con figuras y mitos del nacionalismo? Me dirán que esas obras no han existido, y que esa es la razón. No: ese es el síntoma. El síntoma de una falta de libertad que ha sido interiorizada y asumida. El efecto de una presión política y social que fija qué se puede decir y qué no puede decirse. Una presión que resulta tanto más efectiva cuanto más dependan la cultura y el arte del dinero público. Allí donde nadie hace uso de la libertad de molestar no hay necesidad de censura. Para qué. Pero eso no significa que exista plena libertad de expresión y creación. Es una libertad sofocada. Por lo demás, en España, el estado de la libertad de expresión es hoy igual que hace años. Se encuentra en la misma forma: la del embudo.

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