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Cristina Losada

Rivera no tendrá la culpa

Cuando parece natural que al PSOE tenga que salvarlo otro partido de sus malas elecciones e inclinaciones, algo falla.

Cuando parece natural que al PSOE tenga que salvarlo otro partido de sus malas elecciones e inclinaciones, algo falla.
EFE

El bipartidismo cabalga después de muerto. Sigue modelando la opinión política. Así se aprecia en esta danza de los siete velos que son las negociaciones para la investidura. Es opinión extendida que al PSOE le está permitido todo con tal de conseguir su objetivo, que es mantener a Sánchez en la Moncloa. Cierto, nadie lo dice así. Pero, de hecho, es lo que se está diciendo. En otras palabras: va implícito. Está implícito cuando se afirma que si Sánchez recurre al separatismo para lograr su propósito, la culpa será de Ciudadanos y no de Sánchez.

Es disparatado quitar al PSOE la responsabilidad que tiene en la búsqueda de apoyos de investidura o de gobierno. Hombre, ya son mayorcitos. Viendo a los cachorros de apparatchik que tienen a cargo, esa madurez se desvanece, huidiza como un buen sueño ante una pesadilla. Pero, maduro o inmaduro, el partido de Sánchez es quien decide con quién pacta y el único responsable de esa decisión. Aligerarlo alegremente de esa carga, que es la de cualquier partido en una democracia en estas circunstancias, es un disparate. Y todavía es más disparatado endosársela a otro y hacer pasar al PSOE por un incapacitado para distinguir el bien del mal, aquejado de un trastorno incurable ante el que debemos ser indulgentes.

Cuando la dimensión del disparate no se aprecia, cuando parece natural que al PSOE tenga que salvarlo otro partido de sus malas elecciones e inclinaciones, algo falla. Falla un marco interpretativo en cuyo centro se encuentra la relación de dependencia de los dos grandes partidos con los nacionalistas retratada como un asunto de pura necesidad. Como si el PP y el PSOE, cada vez que carecían del rodillo absoluto, no hubieran podido hacer otra cosa que concertarse con los desleales. Que ya lo eran y todo el mundo lo sabía. Conferida a esa dependencia la categoría de factor objetivo, imposible de modificar, se ha eliminado por completo el elemento subjetivo de la ecuación.

El problema de esta interpretación es, de entrada, la falacia. Nada obligaba entonces a los grandes partidos a llegar a acuerdos con los nacionalistas, salvo su voluntad –muy legítima y todo lo que se quiera– de gobernar. Aún los forzaba menos a determinado tipo de acuerdos. Naturalmente, siempre sostuvieron que no les quedaba otra. Que eran lentejas. O apoquinabas o no gobernabas. Nunca jamás se exploró la posibilidad de la gran coalición. Sólo en 2015 y 2016, con el resultado conocido: el PSOE la rechazó taxativamente en medio de la comprensión general. Hemos sido muy comprensivos con las necesidades imperiosas de los dos grandes partidos. De ahí el segundo aspecto del problema, las secuelas. Esa comprensión sigue existiendo, pese a que ya no existen sus imperios.

Uno puede estar en total desacuerdo con los vetos a diestra y siniestra que lanzó, preventivamente, Ciudadanos como parte de su mensaje electoral. Se puede y se debe. Sólo hay un veto con sentido, desde su perspectiva, y es el veto a los partidos que tratan de romper la nación y el orden constitucional. Es posible disentir de la ambición de Cs por constituirse en el partido de referencia del centro-derecha o considerarla vana y perjudicial. Pero de ahí a cargar a Ciudadanos la culpa de que el PSOE pacte con los desleales hay un mundo. Se justifica en nombre de una eventual misión histórica de Cs o del principio de realidad: el PSOE, como la cabra, tira al monte y hay que impedirlo como sea. Y, sí, es más fácil subirle el nivel de exigencia al partido más débil que al más fuerte. Pero los eventuales beneficios a corto plazo que podría tener la operación de salvamento no compensan los daños de después. Son los que causa seguir aceptando y asumiendo que la relación de dependencia con los nacionalistas de los dos grandes partidos es un fenómeno de la naturaleza: inevitable. Un fenómeno contra el que nada puede hacerse, salvo pedir la intervención de algún angelito bueno.

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