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EDITORIAL

Cs: la ruptura con Valls como revulsivo

Lo peor de Valls ha sido su obcecada y nefasta influencia voxófoba en Ciudadanos, formación nacida para combatir sin complejos el nacionalismo disgregador. Como Vox.

El partido con el que Ada Colau se presentó a las elecciones municipales en la Ciudad Condal, Barcelona en Comú, ha sido siempre abiertamente contrario –como toda agrupación de cuño podemita– a principios medulares de la Constitución como el que proclama la indivisible unidad de España y el que reafirma que la soberanía nacional reside en el conjunto del pueblo español. Colau no sólo es partidaria de pulverizar la soberanía nacional en beneficio de los pueblos de las distintas regiones –para ella y los suyos, naciones–, sino que se ha manifestado públicamente a favor de un ilegal y mal llamado derecho de autodeterminación que posibilite la creación en Cataluña de una república independiente; de hecho, aseguró que había respondido afirmativamente a las dos preguntas que se plantearon en tal sentido en el primer referéndum secesionista, perpetrado el 9 de noviembre de 2014 por indicación del golpista Artur Mas.

Así las cosas, a nadie debería sorprender que, pese a haber sido respaldada por el PSC y por tres concejales de Ciudadanos, una de las primeras decisiones que ha tomado Colau tras ser reelegida alcaldesa haya sido la de colgar nuevamente en la fachada del Ayuntamiento el infame lazo amarillo, símbolo de solidaridad con los golpistas presos y de menosprecio al régimen constitucional y al Estado de Derecho.

Dicho esto, sería una estupidez o un acto de enorme hipocresía pensar que semejante espectáculo hubiera sido evitable, o menos deplorable, si Manuel Valls y el resto de concejales de Barcelona pel Canvi-Ciutadans, en lugar de votar a favor o en blanco para la candidatura de Colau, la hubieran rechazado junto a los concejales de formaciones abiertamente separatistas como ERC y Junts per Catalunya. Y es que la ruptura entre Cs y Valls, tan previsible por otra parte, tiene razones de fondo que van más allá del apoyo de éste a la pésima alcaldesa de la segunda ciudad de España.

El aterrizaje del ex primer ministro francés en la política catalana fue recibido con un entusiasmo harto pueril por parte de Ciudadanos, que pasaba por alto que Valls, aun nacido en Barcelona, había desarrollado toda su carrera política en Francia, en un contexto sustancialmente diferente del español. La candidatura de Valls, lejos de mejorar los resultados de Ciudadanos en Barcelona, resultó un estrepitoso fracaso: tras lograr ser la lista más votada en la Ciudad Condal en las autonómicas de 2017, con más de 219.000 votos, Cs ha pasado a ser la cuarta fuerza en el Consistorio de la capital catalana, con poco más de 99.000. A este respecto hay que decir que si Cs ha dejado huérfanos a los catalanes que respaldaron a Arrimadas en 2017, tal y como aseguró Valls este miércoles, dicha orfandad se fraguó el día en que se pensó que el fichaje de este último podría compensar la marcha de aquélla a Madrid.

Con todo, lo peor de Valls ha sido su obcecada y nefasta influencia voxófoba en Ciudadanos, formación nacida para combatir sin complejos el nacionalismo disgregador. Como Vox. Dada la formidable crisis nacional que ha supuesto el desafío separatista, Ciudadanos y Vox tienen más razones para trabajar juntos que para distanciarse y ponerse la proa. La sonrojante dependencia de un Valls o del descalificable injerencista Emmanuel Macron lastraría irremediablemente a un Ciudadanos que pretende postularse como alternativa liberal y desacomplejada frente a un PSOE conchabado con el nacionalismo y el neocomunismo podemita.

Ciudadanos debe presentar la ruptura con Valls como un acto de reafirmación e independencia de cara a su electorado y al impertinente Macron. Esta ruptura podría, de hecho, convertirse en una suerte de revulsivo para un partido y un líder, Albert Rivera, que últimamente dan con frecuencia la impresión de haber perdido el norte.

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