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EDITORIAL

Garzón contra el Estado de Derecho

Una sentencia unánime, contundente y clarificadora pone fin con deshonor a la carrera de un juez que ha intoxicado el sistema de sectarismo, arbitrariedades y abusos, durante demasiados años. En su caída, hay sanción y hay vergüenza

La sala de lo Penal del Tribunal Supremo, por unanimidad, ha condenado a Baltasar Garzón Real a once años de inhabilitación, con pérdida definitiva del cargo de juez y de los honores que conlleva, por un delito de prevaricación al intervenir las conversaciones entre los artífices de la trama Gürtel y sus abogados, conculcando derechos fundamentales a la defensa y a la intimidad. Se trata del peor delito que puede cometer un juez en el ejercicio de sus funciones, pues, como señala el alto Tribunal en la sentencia conocida este miércoles, la prevaricación representa “un grave apartamiento del Derecho”. Prevaricar, recuerda el Tribunal Supremo, es algo más que “vulnerar bienes jurídicos individuales”. Prevaricar es quebrantar el Estado de Derecho mismo.

Una sentencia unánime, contundente y clarificadora pone fin con deshonor a la carrera del juez que ha intoxicado el sistema judicial español de sectarismo, arbitrariedades y abusos, durante demasiados años. Todo acto de justicia auténtico obedece a normas positivas, tanto como expresa la restitución de un orden moral. En la caída del señor Garzón, hay sanción y hay vergüenza. Aunque acotada a una infracción concreta, las escuchas ilegales, es inevitable ver en la sentencia del Tribunal Supremo una aleccionadora reparación de los principios y los valores que informan esa creación de la civilización democrática que es el Estado de Derecho, dañado por los desmanes de un juez inquisidor que ha usado su potestad para perseguir a sus particulares enemigos, para disputar el poder político o para realizar sus ambiciones personales a costa de los derechos fundamentales de los demás. Como señalan los siete magistrados firmantes de la Sentencia, el poder de un juez "se legitima por la aplicación de la ley a la que está sujeto y no por la simple imposición de sus potestades". Y el señor Garzón dejó de ser parte del Estado de Derecho para convertirse en su némesis, desde el momento en el que, hace ya mucho, demasiado tiempo, decidió que los límites que el principio de legalidad y los derechos fundamentales marcan a un juez no estaban hechos para él y empezó a actuar bajo el exclusivo imperio de la subjetividad.

Es un hecho probado, dice la sentencia, que el señor Garzón espió las conversaciones de los imputados de la Gurtel con sus abogados, sabiendo que se extralimitaba, que vulneraba un derecho nuclear del Estado de Derecho como la libertad de defensa, y que no había un solo indicio de que esas conversaciones se usaran para algo distinto de trazar la estrategia de defensa, una facultad básica de todo justiciable y una línea roja que ningún juez puede saltarse, salvo en casos de terrorismo, con una motivación muy seria y bajo condiciones muy tasadas.

El delito de prevaricación judicial constituye una "salvaguarda democrática" frente a la tentación del abuso por parte de cualquier juez. Estamos ante un umbral que separa el Estado de Derecho de una justicia sin garantías o una justicia cuasi totalitaria, como la que el señor Garzón ha practicado en este caso, según el Tribunal Supremo, y quizá en otros muchos, nos atreveríamos a discernir desde el sentido común.

En una resolución demoledora, el Alto Tribunal es tajante al afirmar que Garzón laminó el derecho fundamental de defensa de forma consciente. En la sentencia, se sostiene de forma esclarecedora que “la previsión legal del delito de prevaricación no puede ser entendida en ningún caso como un ataque a la independencia del juez, sino como una exigencia democrática impuesta por la necesidad de reprobar penalmente una conducta ejecutada en ejercicio del poder judicial que, bajo el pretexto de aplicación de la ley, resulta vulneradora del Estado de Derecho”.

Además, los jueces del Supremo van más allá cuando afirman que ningún magistrado puede utilizar la ley a su antojo para avanzar en sus instrucciones porque eso supone la violación de otro derecho fundamental intocable: el de los acusados a tener un proceso judicial justo y con todas las garantías.

Con esta decisión, el Poder Judicial recupera parte de la credibilidad perdida al hacer real esa máxima de que “todos somos iguales ante la ley”. La toga del señor Garzón está definitivamente manchada. El Estado de Derecho es hoy más seguro e íntegro sin alguien como él vistiéndola.

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