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Emilio Campmany

Elección directa

La elección directa de los alcaldes podría estimular un fenómeno que con frecuencia ha padecido nuestro país, el fulanismo.

La elección directa de los alcaldes podría estimular un fenómeno que con frecuencia ha padecido nuestro país, el fulanismo.

Insisten estos días los populares en la necesidad de reformar la ley electoral para que los ciudadanos elijamos directamente a nuestros alcaldes. Quiere ésta ser la medida estrella de un paquete más amplio de reformas para la regeneración democrática. Naturalmente, el objetivo no es regenerar nada, sino lograr que sean alcaldes los candidatos del PP que hoy sólo están en condiciones de lograr una mayoría relativa y evitar que coaliciones de izquierda formadas tras las elecciones se hagan con las alcaldías a pesar de haber sido el PP el más votado. La irrupción del fenómeno Podemos hace presagiar una fuerte fragmentación del voto izquierdista. La reforma que pretende el PP trata por tanto de explotar esa fragmentación. En consecuencia, es improbable que Rajoy logre el consenso exigible para aprobar la nueva ley. Sin embargo, parece decidido a seguir adelante abusando de que legalmente le bastan los votos de su propio partido.

Podría no obstante ser que la reforma, aun sin el respaldo de la oposición, fuera verdaderamente regeneradora, aunque regenerar no sea lo que persigue quien trata de imponerla. La elección directa de los alcaldes se nos figura algo más democrático que votar a los concejales que elegirán al alcalde. Pero no es oro todo lo que reluce. Si la ley dijera que será alcalde el cabeza de la lista más votada, podría ocurrir que, siendo mayoría los concejales de los otros partidos, el ayuntamiento resultara ingobernable. Si no hubiera que elegir concejales y la elección se limitara a la del alcalde, no habría oposición en el consistorio y por tanto tampoco control. Y si se hicieran dos elecciones, una para elegir al alcalde y otra para hacer lo propio con los concejales, habría que regular cuándo y para qué ha de tener el alcalde el respaldo de la mayoría de ellos. Cuando no tuviera esa mayoría, el alcalde tenderá a sobrepasar ilegalmente sus funciones. En cualquier caso, si nos decidiéramos por un sistema de elección directa, habría que regular qué ocurre cuando el alcalde dimite o deja por cualquier causa de serlo. Todo lo que no fuera que hubiera nuevas elecciones no sería muy democrático.

Pero, además, la elección directa de los alcaldes podría estimular un fenómeno que con frecuencia ha padecido nuestro país, el fulanismo. Con un sistema así sería mucho más fácil que aparecieran en nuestras ciudades pequeñas y medianas fulanos que, apoyados en una base electoral de naturaleza clientelar, se hicieran con el poder político. A pesar de que el actual sistema impone fuertes obstáculos al fulanismo, no ha sido capaz de evitar que esta patología aflorara en algunas ocasiones, como pasó en la Marbella de Gil. Con la elección directa los casos se multiplicarían. Las reformas electorales las carga el diablo y no sólo no deben hacerse sin consenso. Sobre todo, no deben hacerse sin sosegada reflexión. Pero pedir a nuestros políticos que reflexionen es como pedir a un león que se haga vegetariano.

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