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CRÓNICAS COSMOPOLITAS

"Los mejores del mundo"

Íbamos de compras a Ars-en-Ré, el pasado 14 de junio. Yo me había encargado del pan, la prensa y mis cigarrillos, y el cielo azul se recargaba de pesadas nubes negras. A eso de las doce, de vuelta hacia el aparcamiento donde habíamos dejado el coche, sentí de pronto un violento dolor de barriga. Volvimos a la casa alquilada, y el dolor no sólo persistía, sino que se agravaba.

Íbamos de compras a Ars-en-Ré, el pasado 14 de junio. Yo me había encargado del pan, la prensa y mis cigarrillos, y el cielo azul se recargaba de pesadas nubes negras. A eso de las doce, de vuelta hacia el aparcamiento donde habíamos dejado el coche, sentí de pronto un violento dolor de barriga. Volvimos a la casa alquilada, y el dolor no sólo persistía, sino que se agravaba.
Mi dolor evolucionaba... y me recordaba la pancreatitis que sufrí hace cuatro años. Para cenar, me limité a tomar un poco de caldo, que enseguida vomité. A la mañana siguiente, viernes, desayuné una taza de café y un biscotte sin nada, ni mantequilla ni mermelada. Vomité en el acto. Nina, mi mujer, decidió que tenía que ver a un médico, y como no conocíamos a ninguno en Ré y los hospitales están en La Rochelle, o sea, relativamente lejos, decidió que volviéramos a París.
 
Lo organizó todo, y el sábado 16 a las dos de la tarde ya estábamos de vuelta. Pero encontrar un médico en la capital en fin de semana es más difícil que encontrar a un buen presidente. La tarde del viernes, desde Ré, había telefoneado para intentar concertar cita con algún médico para la tarde del sábado, pero sólo logré una vaga promesa: "Inténtelo de nuevo cuando llegue a París". Lo intenté, me topé con un mensaje grabado que hablaba de estrellas y, como siempre enérgica, Nina se fue a ver a nuestra farmacéutica de bellos ojos verdes, quien le dio las señas y el teléfono de un centro médico del barrio que abría los sábados.
 
Después de llamar, fui, vi a un médico y le expliqué mis cuitas: le precisé que el dolor se había apaciguado y que el estreñimiento podía explicarse, ya que no había comido nada durante tres días, sin referirme al Buscón de Quevedo. Pero el médico interpretó mis síntomas como una probable oclusión intestinal, algo que puede ser muy grave, y me envió sin demora a las urgencias del hospital Cochin, el más cercano, para que me hicieran una radio; de la manera más legal del mundo, o sea, anotando la suma de 42 euros en la hoja para la Seguridad Social y dándome un recibo. Yo recordé los recientes comentarios en la prensa sobre el aumento de un euro en el coste de las visitas a los médicos "generalistas", que pasaba de 21 a 22, y pensé: ¿para qué tanto barullo, cuando cobran 42?
 
A eso de las cuatro de la tarde llego al servicio de urgencias –que, por lo visto, en televisión ha hecho la fama de George Clooney– y, después de haber mostrado mis "credenciales", me ordenan que espere. Espero tres horas –no soy el único–, y como veo que va para largo pido poder llamar a mi abogado; bueno, no: aunque lo parezca no estoy en la cárcel; pido poder llamar a mi mujer y le explico mi situación, o sea, que no sé nada de lo que va a pasar, que estoy esperando.
 
A eso de las siete y media de la tarde Nina, angustiada y harta de esperar en casa, se pasa por el hospital y me encuentra en una celda, o en una habitación que se parece a una celda. Me pregunta: "¿Qué pasa? ¿Qué han dicho los médicos?". Nada, que espere. "¿Hasta cuándo?". ¡Ni idea! Vuelve a casa. "No, esperaré contigo".
 
A las diez y media me harto, me visto –porque me habían obligado a ponerme uno de esos ridículos y obscenos camisones de hospital que te dejan el culo al aire– y me voy. Bueno, lo intento, pero con gran alboroto me detienen en el pasillo, me obligan a volver a mi celda... y además Nina insiste en que sería imprudente irme sin saber lo que tengo. Pero mi acto de rebeldía fallido tiene un resultado positivo, porque poco después llega una enfermera que, sin el tono de sargento de caballería de sus colegas, me explica: le hemos hecho una radio de las tripas, una ecografía intestinal, un electrocardiograma, un análisis de sangre (aún no tenemos los resultados), otro de orina (para qué hablar de los cientos de folios administrativos rellenados), todo eso lleva tiempo, pero es indispensable, debe mostrarse paciente. Entonces exploto: ¿por qué no me lo han dicho antes? En vez de decirme: "¡Siéntese y espere sin rechistar!", la enfermera me mira como si estuviera loco: ¿desde cuándo los médicos tienen que dar explicaciones a sus pacientes?
 
Hubo un momento de diversión, cuando un viejo paciente, majareta o borracho, que no paraba de gemir a gritos –lo cual ponía nerviosísima a Nina–, salió a pasear desnudo por los pasillos, y una de las numerosas veces que intenté pedir explicaciones a la médica, eran ya las once pasadas, la vi forcejeando con el viejo loco en el pasillo para que volviera a su celda. Era tan absurdo que me recordó una película de los hermanos Marx.
 
Por fin, a las doce y cuarto, la doctora me convoca y con mala uva me dice que de oclusión intestinal, nada; de reincidencia de la pancreatitis, nada; que lo más probable era algo relacionado con los pulmones (también me habían hecho una radiografía de los pulmones, por cierto) y que tenía que proseguir mis exámenes después de haber visto a mi médico habitual. Según las normas de la Seguridad Social, si se ve a un especialista sin pasar antes por tu médecin traitant (decíamos "médico de cabecera"), todos los tratamientos resultan más caros. ¿Por qué? El caso es que me extrañé de que los pulmones fueran culpables de tales dolores de barriga. "Pues así es", me espetó tajante.
 
Apenas vale la pena precisar que cuando vi a mi médica de cabecera, el miércoles por la mañana, no sólo me dijo que esos dolores de estómago nada tenían que ver con los pulmones, sino que todos los exámenes realizados en aquella larguísima tarde en Cochin se habían hecho deprisa y mal y que había que volver a hacerlos.
 
Resultado: todo va bien, mi hígado, mi páncreas, mis intestinos, mi vesícula, todo requetebién. Me digo que debí obedecer a mi instinto y negarme a ir al hospital, en vez de padecer ese aquelarre de las urgencias en balde. Contando, en chunga, mis desgracias a mis amigos, varios me dijeron que lo mío no era nada, porque no fueron horas sino días los que habían pasado ellos en los servicios de urgencias, asimismo para nada.
 
Los problemas de los servicios de urgencias en los hospitales franceses han dado lugar a polémicas, debates y hasta huelgas. Los sindicatos, como siempre, exigen "más medios", pero ¿qué tiene que ver el dinero con la cortesía?, ¿por qué habría de ser una obligación tratar a los pacientes como a delincuentes? Por no hablar de las numerosas veces que dichos servicios demuestran su incompetencia...
 
Todo esto no es lo peor; lo peor es que los hospitales matan. Tenía un amigo que ingresó en uno para tratarse de un cáncer de garganta y, unos días después, murió de septicemia... Estos casos son frecuentes, y Severo Sarduy tenía razón cuando me decía que los hospitales eran "fábricas de virus y microbios mortales". Y sin embargo los franceses siguen afirmando, incluso los que han padecido los servicios de urgencias o tienen un pariente matado por un hospital, que son los mejores del mundo. Y se lo creen. Lo mismo dicen de todos los dichosos "servicios públicos", que están en decadencia absoluta pero que no se pueden reformar, y aun menos liquidar, puesto que son los "mejores del mundo" y el icono del "modelo social francés", asimismo el mejor del mundo.
 
Pasando a otra cosa, a la enseñanza, en debate tanto en Francia como en España: los mismos franchutes que a lo largo de los años se lamentan porque el bachillerato ha perdido todo valor se enorgullecen porque este año el 83% de los candidatos lo han obtenido. Han obtenido papel mojado, pero tan contentos. ¿Quién se atreverá a liquidar los "servicios públicos" en toda Europa? Nadie, por supuesto.
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