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ASESINOS MÚLTIPLES

Los crímenes del Matamendigos

“Las voces siguen. Se ríen de mí. Me dicen que quieren sangre”. He aquí parte del incoherente relato de Francisco García Escalero, de 39 años, el mayor criminal en serie de la historia de Madrid, cuando finalmente se entregó, tras el asesinato de su última víctima, la única que no se dedicaba a la mendicidad: Víctor Criado Martí, de 34 años, un esquizofrénico interno, como él, en el Hospital Psiquiátrico Regional (antiguo Alonso Vega).

“Las voces siguen. Se ríen de mí. Me dicen que quieren sangre”. He aquí parte del incoherente relato de Francisco García Escalero, de 39 años, el mayor criminal en serie de la historia de Madrid, cuando finalmente se entregó, tras el asesinato de su última víctima, la única que no se dedicaba a la mendicidad: Víctor Criado Martí, de 34 años, un esquizofrénico interno, como él, en el Hospital Psiquiátrico Regional (antiguo Alonso Vega).
Imagen del cementerio de la Almudena. Tomada www.panasef.com.
Escalero se había escapado –en pijama– con su compañero. Le llevó a beber y a tomar pastillas. Era el 19 de septiembre de 1993. De repente sintió la fuerza interior que le impulsaba a matar y le golpeó a traición con una piedra. Quemó su cadáver con periódicos.
 
Era su víctima número 11, según pudo acreditar el fiscal, pero la número 15 según la propia cuenta del loco asesino. La mayoría eran indigentes, marginados sociales, mendigos. Tal vez por eso nadie les echaba en falta. Probablemente si las voces interiores no le hubieran impulsado a quitarse la vida, jamás le habrían descubierto.
 
Llevaba más de cinco años cometiendo asesinatos con toda impunidad. Pero esta vez las voces le empujaron a suicidarse. Por obedecerlas, se arrojó delante de un coche en la carretera de Colmenar Viejo. Tuvo suerte: sólo se fracturó una pierna. Fue ingresado en el hospital Ramón y Cajal. Allí –como habían hecho otras veces sin que le prestaran atención o le creyeran– confesó su crimen a las enfermeras y suplicó que lo detuvieran porque no quería seguir matando. Entonces sí le escucharon. A partir de ese momento todo fue tirar del hilo para que aparecieran los restos de sus víctimas desperdigados por todo Madrid.
 
Algunos de sus crímenes los cometió en la trasera del convento de Santa Gema Galgani, junto a Arturo Soria, donde se refugiaba frecuentemente para dormir. Después arrojaba los cuerpos allí mismo, en el pozo de la Cuesta de los Sagrados Corazones. En sus profundidades se perdieron no menos de tres cadáveres. Sus lugares preferidos, además del mencionado, eran los descampados y los alrededores del cementerio de la Almudena.
 
La relación de Escalero con el cementerio, los muertos y la muerte fue una constante en su vida. Nació el 24 de mayo de 1954, y pasó su infancia y adolescencia en una infravivienda del número 36 de la calle Marcelino Roa, apenas a 200 metros de la tapia de la Almudena. Sus progenitores eran agricultores emigrados de Zamora. En la capital tuvieron que hacerse a otras ocupaciones: el padre se colocó de albañil, y la madre de limpiadora.
 
Ted Drake: SUICIDE (detalle).La formación del pequeño Escalero fue muy deficiente. Era un niño melancólico, arrebatado por un gusto enfermizo por pasear entre las tumbas, preferiblemente de noche y solo. Con frecuencia sufría impulsos suicidas, y se ponía delante de los coches para poner punto y final a su triste existencia.
 
Su extraño comportamiento le costó grandes disgustos con su padre, que le propinaba brutales palizas. A los 14 años se marchó de casa y empezó a beber no menos de un litro de vino diario. Escalero recuerda que en esa época tenía "ideas raras". Siempre llevaba un cuchillo. Sus principales aficiones eran explorar casas abandonadas y masturbarse espiando a mujeres y a parejas por las ventanas. Para subsistir se dedica a cometer pequeños robos.
 
La sustracción de una motocicleta provoca su primera detención grave. Es ingresado en un reformatorio, del que sale en 1973 convertido en un delincuente. Al poco de poner el pie en la calle ataca y viola a una mujer, en presencia de su novio, precisamente en el cementerio de la Almudena. Es el marco recurrente de todos sus delirios. Aquella fechoría le llevará a la cárcel durante los siguientes once años, definitivos en su existencia.
 
Es un preso más, que no destaca por su comportamiento. Se cubre la piel con tatuajes, entre los que pone especial énfasis en uno que se hace en el brazo derecho: representa una tumba azul con una leyenda que resume su experiencia de la vida: "Naciste para sufrir".
 
Durante el tiempo que pasa en prisión, mientras algunos de sus compañeros combaten la soledad con aves que alegran sus celdas, se lleva a su chabolo los pájaros muertos que encuentra, porque con ellos dice encontrarse más a gusto.
 
Sale de prisión con 30 años cumplidos. El mundo que encuentra no le ofrece ningún punto de apoyo. Intenta convertirse en camionero, pero suspende en el examen del carné de conducir. Con su pasado de presidiario, sin formación, sin amigos, le resulta imposible encontrar un empleo. No le queda otro camino que vivir de la mendicidad. Ninguna barrera se interpone ya entre él y la atracción que siente por las pastillas mezcladas con alcohol.
 
Edvard Munch: EL GRITO.La muerte de su padre, en marzo de 1985, corta cualquier clase de amarra con el pasado. El consumo de alcohol le vuelve violento. Comienza su imparable carrera como criminal. El primer asesinato se produce el 11 de noviembre de 1987, cuando le corta la cabeza a María, una indigente. Profana y viola su cuerpo. Desde ese momento no callarán las voces que oye dentro de su cuerpo: "Iba por la calle como si no existiese. Era como si no tuviera cuerpo. Me miraba a los espejos y no me reconocía. Oía voces interiores que me decían que tenía que matar, que tenía que ir a los cementerios".
 
Se suceden los crímenes, siempre por la espalda, siempre con fuego y mutilaciones. Los nombres de sus víctimas desfilan como en un macabro carrusel: Mario Román González (cráneo machacado, asesinado en 1987), Juan Cámara Baeza (cosido a cuchilladas; marzo de 1988), Ángel Heredero Vallejo (acuchillado; marzo de 1989), Julio Santiesteban (mayo de 1989)...
 
"¿Recuerda a Santiesteban?", le pregunta el fiscal. "No lo recuerdo bien". "Lo mató en un descampado de Hortaleza. Le acuchilló en la carótida y después, mientras agonizaba, le cortó el pene y se lo introdujo en la boca". "Estaba bajo el efecto del alcohol y las pastillas. No sabía lo que hacía".
 
"En el invierno de 1990 estaba usted con Juan, ¿lo recuerda?". "No muy bien". "¿Recuerda que le clavó un cuchillo por la espalda y luego, con la navaja, le sacó las vísceras...?".
 
A uno le cortó la cabeza y a otro le sacó el corazón y le dio un bocado, saboreando el trozo sin sentir nada.
 
Recuerda que se encontraba bien con ellos, con todos los que mató, hasta que la mezcla de pastillas y alcohol le estallaba en la cabeza. Entonces tenía que matarlos. Se acuerda de ellos, y los reconoce cuando le muestran fotografías. Está loco pero no tiene un pelo de tonto. Sus víctimas forman una lista muy larga: Mariano Torrecilla (apuñalado y mutilado en 1990), Lorenzo Barbas (apuñalado y quemado en 1991)...
 
"¿Conocía a Ángel Serrano?". "Sí, y lo maté". Era uno de sus compañeros mendigos. Iba con él cuando pedía limosna en la iglesia de Covadonga, cerca de la plaza de Manuel Becerra. Estuvieron bebiendo. Escalero tomó pastillas de Rohipnol, un potente hipnótico, con dos litros de vino, y resucitaron las voces en su interior. El impulso ciego se apoderó de sus sentidos. Recogió una piedra del suelo y golpeó a Ángel por detrás, en la cabeza. Una, dos, tres veces. Le reventó el cráneo. Salía mucha sangre. Se cayó al suelo.
 
Como siempre también, porque Escalero aplicaba la misma técnica –le iba bien, para qué la iba a cambiar–, arrimó al cadáver papeles de periódicos viejos y mantas. Le prendió fuego (borraba a la vez las huellas y su conciencia). Fue en un lugar conocido, próximo a la iglesia de Santa Gema: en el solar de Arturo Soria, en dirección a la Plaza de Castilla, junto al pozo. Cuando lo recuerda se acentúa el estrabismo de su ojo derecho.
 
Escalero alternaba los asesinatos con macabras orgías de necrofilia y aberración en el cementerio. De vez en cuando saltaba las tapias de la Almudena bajo el efecto de su mezcla explosiva de pastillas, rompía nichos, sacaba los cuerpos y abusaba de ellos.
 
Sólo una víctima escapó viva. Por entonces Escalero ya batía su propia marca de beber cinco litros de vino al día. La afortunada fue una mujer: Ernesta, de 45 años, alcohólica crónica. La atacó en la madrugada del 1 de junio de 1993, acompañado por Ángel Serrano, a quien también asesinaría (ese mismo mes). La sacaron en volandas de un Seven Eleven en las proximidades de la Avenida de América. La llevaron a un solar de la calle Corazón de María, donde abusaron de ella, le golpearon en la cabeza con piedras y le dieron un navajazo en la cara.
 
La dejaron por muerta. Pero Ernesta pudo recuperarse y presentó una denuncia. No obstante, hasta la confesión voluntaria de Escalero no pudo establecerse quiénes habían sido los autores de la agresión.
 
Un estremecimiento de horror recorrió la espina dorsal de la sociedad madrileña cuando se supo con certeza que el Matamendigos había actuado con toda libertad e impunidad desde 1987 hasta 1993, sin que nadie hubiera reparado en su siniestra actividad. Los cuerpos desaparecían a un ritmo increíble, sin que –ni siquiera mucho después– pudiera establecerse con certeza cuáles fueron las víctimas del mendigo psicópata.
 
Escalero era un ex presidiario en tratamiento por esquizofrenia y psicopatía, con diversos controles policiales, médicos y judiciales, pero ninguno de ellos detectó lo peligroso que era. Los forenses que le examinaron ofrecieron un dictamen demoledor: "Se trata de un fracaso estrepitoso de la sociedad en general, y más en concreto de las instituciones".
 
Juzgado a finales de febrero de 1996, Escalero fue absuelto de sus crímenes por enajenación mental, aunque el tribunal mandó que fuera recluido en el psiquiátrico penitenciario de Foncalent (Alicante).
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