Menú
ISABEL II

Que Blair salve a la Reina

Uno de los rasgos distintivos del carácter francés es el servilismo” estableció Jean François Revel, que conocía bien a sus compatriotas. Cuando Robert Guédiguian rodó “El paseante del Champ de Mars”, sobre los últimos días de Miterrand, mostró a través una puesta en escena de adulación espontánea lo que había sido el régimen despótico del último Presidente socialista. Por el contrario, diríase que es consustancial al temperamento anglosajón la crítica al poder, realizada desde el respeto y la dignidad. Tanto “respeto” como “dignidad” son dos palabras que repite Isabel II de Gran Bretaña en el retrato que de ella ha trazado Stephen Frears

“Uno de los rasgos distintivos del carácter francés es el servilismo” estableció Jean François Revel, que conocía bien a sus compatriotas. Cuando Robert Guédiguian rodó “El paseante del Champ de Mars”, sobre los últimos días de Miterrand, mostró a través una puesta en escena de adulación espontánea lo que había sido el régimen despótico del último Presidente socialista. Por el contrario, diríase que es consustancial al temperamento anglosajón la crítica al poder, realizada desde el respeto y la dignidad. Tanto “respeto” como “dignidad” son dos palabras que repite Isabel II de Gran Bretaña en el retrato que de ella ha trazado Stephen Frears. 
Isabel II de Inglaterra, caracterizada en una película

Hace poco tiempo Lucien Freud, el gran retratista expresionista, la pintó cabizbaja y gris. Frears ha preferido la paleta del costumbrismo realista: Coincidiendo con la elección de Tony Blair (Michael Sheen) como primer ministro, Diana de Gales (ella misma), ya divorciada del príncipe Carlos, se estrella y se mata en compañía de su amante, Dodi. Blair, “Tony” para los amigos y para todo el mundo, había anunciado en la campaña electoral un programa modernizador que afectaba incluso a instituciones como la Cámara de los Lores, que quería convertir en un Senado de elección popular. El encuentro entre la Reina y el primer ministro laborista en muchos años se iba a ver marcado por la desconfianza y la animadversión, aunque más tarde ambos descubrirán que el Estado tiene sentimientos que la razón no entiende.

Stephen Frears, un todoterreno que ha realizado biopics de artistas underground en “Ábrete de orejas”, obras maestras como “Las amistades peligrosas”, comedias costumbristas como “La furgoneta”, acababa de colaborar con el guionista Peter Morgan en la realización de “The deal”, una película para la televisión sobre Downing Street y los intríngulis de la clase política británica al estilo de “El ala oeste de la Casa Blanca” (serie de la que Tony Blair es fan). La madurez del realismo político de las series anglosajonas, en las que se combina la profundidad intelectual con la ironía, las diferencia de la pesada pedantería a la francesa o el analfabetismo funcional de los productos italianos o españoles.

A través de la fusión del cine con la televisión y el teatro, el guión de Morgan fue premiado en el último Festival de Venecia, así como la mimética interpretación de Helen Mirren. Son la sobriedad, la ironía, la contundencia y el detallismo ritual, las marcas formales de un estilo invisible que eleva a la monarquía británica a la altura de la mirada de los ciudadanos sobre los que reina, al tiempo que introduce al pueblo de paseo en los pasillos y dormitorios de la realeza sin caer en la extravagancia o el chismorreo. La secuencia en la que el príncipe Felipe de Edimburgo (James Cromwell) deja sola a la Reina en la cama, porque no soporta ver una vez más un programa televisivo sobre Diana, dice más sobre la relación entre la pareja real, el casi imperceptible gesto de dolor y resignación con el que Isabel recoge la confesión de engaño por parte de su marido, que todos los libros que se puedan escribir.

La familia real británica es descrita como si fueran primos hermanos de la familia Monster. Anclados en un pasado fosilizado, usan aún teléfonos con el marcador de rueda y levantan el dedo meñique para sujetar el auricular, son golpeados inmisericordemente por unos medios de comunicación que han convertido el sensacionalismo y el sentimentalismo en el nuevo horizonte de los tiempos. Lady Di, que según los creadores de South Park acompaña en el infierno a Adolf Hitler y John Lennon, consiguió aunar de forma casi milagrosa la ruidosa sentimentalidad de las clases populares con el márketing de la solidaridad que han puesto de moda las Ongs.

Isabel, educada en la monarquía bajo el tutelaje de Winston Churchill, y toda la corte real con ella, detestaba a la Cenicienta trepa. A Frears y Morgan no les tiembla el pulso a la hora de trazar los rasgos más desagradables de la Reina. “Es una siesa”, parecen decir, “¿y qué?” Nunca ganaría un concurso de popularidad, pero tampoco es superficial como el tonto de su hijo Carlos, la víbora de Cherry Blair o el bocazas asesor de comunicación del primer ministro. La esposa de Blair no acaba de comprender las razones que llevan a su marido a intentar salvar la institución monárquica a toda costa, cuando la ola de la indignación popular, por la frialdad que manifiesta la Casa Real ante los fastos mortuorios que se preparan, amenaza con llevarse por delante lo que ella ve como un grupo de parásitos detentadores de privilegios injustificables.

La película se inicia, no podía ser de otro modo, con una cita de Shakespeare: “Inquieta está la cabeza que porta una corona”. Hierática y altiva, refractaria a las modas, con una represión de las emociones que haría las delicias del abuelo de Lucien, a la reina de Inglaterra le enseñaron que el pueblo necesita un icono simbólico cuasidivino en el que confluyera la autoridad de la jefatura del Estado con la mística de la cabeza de la Iglesia, todo ello sin perder la campechanía y simpleza de una aristocracia campera. En bata rosa se pasea por los pasillos de Balmoral, preocupada por la salud psicológica de sus nietos (a los que Frears se niega moralmente a representar en este vodevil de personajes públicos, una puesta en escena que contrasta con los usos de la prensa amarilla británica) y la salud fisiológica de un gran ciervo de catorce puntas al que su marido persigue con denuedo por las doce mil hectáreas de la finca.

Todo lo contrario de Lady Di, la “princesa del pueblo” como la bautiza el cínico asesor de comunicación de Blair. A través de imágenes documentales, Frears presenta a la mártir “rosa” como una pobre niña tonta que, despechada, intentó acabar con la monarquía al estilo de Isabel para transformarla en una realeza de papel couché, en la que su hijo Guillermo reinaría en una corte glamorosa, rodeado de artistas pop, actores cienciólogos y un populacho sincero pero, ay, seguramente veleidoso, manipulado por un periodismo de grandes titulares.

Finalmente, seguimos con las imágenes documentales, Elton John canta en la Abadía de Westminster, para horror de la Reina Madre que tiene que ahogar sus penas con dosis triples de Dry Martini salpicadas de aceitunas. Frears compone hábilmente un ménage a trois de miradas entre la Reina, Tony Blair que la apoya y la Princesa del pueblo que la reta desafiante desde el más allá de la muerte y el más acá de miles de imágenes que la inmortalizaron.

Sin prosopopeya fútil, ni grandes gestos declamatorios, “The Queen” es una declaración de amor de un ciudadano británico hacia los principios no escritos de la nación que comenzó, antes que Francia o los EE.UU., a desarrollar un marco político de libertad y prosperidad. Las razones que subyacen a la tradición y al carácter nacional, construidas a través de los siglos como marco estructural moral que sostiene un sistema político, son mostradas de forma magistral por el dúo Frears-Morgan a través del establecimiento de la relación entre la Reina y su Primer Ministro, en como áquella trata de hacerle ver al Príncipe de Gales cuales son sus deberes más allá de las exigencias del populacho mediático, y en como Blair se opone con energía a la demagogia oportunista y simplona de los que como su mujer, una Lady Macbeth progre, le incitan a aprovechar la debilidad de la Monarquía para darle un golpe de gracia. Y es que tanto la Reina como Blair parecen ser conscientes del peligro que subyace al dicho castellano que recogió Cervantes: “sabes lo que comúnmente se dice: que debajo de mi manto, al rey mato.”

Peter Morgan, un talento emergente, está triunfando en Londres con la puesta en escena de la célebre entrevista entre Richard Nixon y David Frost, en la que el expresidente norteamericano terminó confesando su crimen. Será llevada al cine, si alguien no lo remedia, por Ron “Código da Vinci” Howard.


The Queen. 2006, Gran Bretaña, Francia, Italia. Director: Stephen Frears. Guión: Peter Morgan. Intérpretes: Helen Mirren, Michael Sheen, James Cromwell, Sylvia Syms, Alex Jennings, Helen McCrory, Roger Allam, y Paul Barrett. Género: Drama costumbrista.

0
comentarios