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Florentino Portero

Obama, tal cual

No estamos ante un ejercicio colectivo de estulticia sino de cobardía.

No estamos ante un ejercicio colectivo de estulticia sino de cobardía.

El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas ha aprobado por unanimidad una resolución dirigida a garantizar el desarme químico de Siria. Este hecho, unido a la conversación telefónica entre los presidentes Obama y Ruhaní, ha despertado una sorprendente expectativa, en un claro ejemplo de la diplomacia progresista y efectista del propio Obama. Ambos hechos han llegado como resultado de la precipitación de unos procesos diplomáticos de los que Estados Unidos perdió el control y que ahora trata de reencauzar con más imaginación y pirotecnia informativa que efectividad.

La guerra civil siria no es más que un capítulo del proceso de trasformación que está viviendo el conjunto del mundo árabe y que parte de la crisis de los regímenes políticos que se establecieron tras la independencia o poco después, en el auge de los movimientos nacional-socialistas. Estados Unidos trató de establecer una estrategia conjunta con sus aliados europeos para canalizar una ruina que estaba a la vista y que sólo podría traer beneficios para los grupos islamistas que llevaban décadas esperándola. No es éste el momento para analizar los elementos que han provocado esta situación, ni el largo debate entre los aliados. Lo fundamental es recordar aquellas palabras pronunciadas por la entonces secretaria de Estado, la Sra. Rice, en la Universidad Americana de El Cairo el 20 de Junio de 2005, cuando reconoció que la política norteamericana en la región había sacrificado la búsqueda de la democracia por la consecución de la estabilidad, para a fin de cuentas no conseguir ni una ni otra. La Administración era consciente de que la situación se les había ido de las manos y trataba infructuosamente de forjar una estrategia con sus aliados europeos, a desarrollar durante medio siglo en el mejor de los casos, para, ésta vez sí, garantizar la estabilidad y poner las bases para el desarrollo de regímenes democráticos.

Cuando Obama llegó a la Casa Blanca ya era evidente el fracaso de aquella iniciativa. Para la nueva Administración el objetivo no era asumir compromisos sino salir de la región. Ordenó una retirada apresurada de Irak, poniendo en peligro el trabajo realizado. Centró en Afganistán el cometido de las Fuerzas Armadas pero, haciendo trampas en el solitario, decidió unilateralmente que el enemigo era sólo Al Qaeda, dejando a los talibán de lado; no dotó a su comandante de los medios humanos necesarios y fijó fecha para la retirada total de las tropas. Obama ha llevado a Estados Unidos y a la Alianza Atlántica a la rendición en el Hindu Kush, con consecuencias que se pagarán durante décadas.

La Primavera Árabe fue una sorpresa por cómo se produjo, aunque estaba descontada la crisis general de los regímenes de la zona. La diplomacia norteamericana, como la europea, no la vio venir, no supo cómo reaccionar y, a la postre, se engañó pensando que podría moderar a los Hermanos Musulmanes garantizándoles la ayuda necesaria para mantener en pie economías con serios problemas de desarrollo. Pero, sobre todo, norteamericanos y europeos han carecido de una estrategia que les permitiera reaccionar de forma coherente y en pos de unos objetivos claramente definidos. Unos y otros, aunque unos más que otros, han tratado de evitar verse involucrados ignorando la máxima fundamental de la globalización: que lo que ocurre en un punto del planeta acaba afectando a los demás.

El caso de Estados Unidos es más llamativo, porque es una superpotencia cuyo bienestar social depende de los beneficios generados por un más que dinámico comercio exterior. Superpotencia supone generación de influencia. Comercio implica necesidad de garantizar mercados abiertos. Una y otros requieren de una política internacional activa e inteligente. La inacción no es una opción porque, como de hecho ha ocurrido, conlleva pérdida de autoridad e influencia y no evita las consecuencias de todo tipo que estas crisis generalizadas traen consigo.

En el caso de la guerra civil siria, Estados Unidos ha ido a remolque de los acontecimientos. El Gobierno norteamericano comprendió que apoyar a los rebeldes era hacer el juego a los Hermanos Musulmanes y a Al Qaeda, pero dejar que los acontecimientos siguieran su curso permitiría a Irán consolidar su influencia en Siria y el Líbano y crearía un serio problema de seguridad a dos potencias amigas, Israel y Arabia Saudí. Para salir del atolladero optó por no involucrarse directamente, pero sí ayudar a los grupos rebeldes moderados –proporcionándoles entrenamiento y armas– y tratar de crear un Gobierno rebelde donde los radicales quedaran bajo control. Para no dar la sensación de que se desentendía de la causa suní amenazó al Gobierno de Al Asad con una respuesta contundente si cruzaba la línea roja del uso de armamento químico. Desde un principio la diplomacia israelí había alertado sobre el posible uso de esos arsenales, por parte de ambos bandos. Para los demócratas norteamericanos, como para muchos europeos, el control de armas y en particular la limitación y desaparición de las armas de destrucción masiva son uno de los pilares de la seguridad internacional. Si esas armas se utilizaban en Siria y la Administración no reaccionaba sería como reconocer la inutilidad de años de trabajo diplomático, precisamente en uno de los temas más sensibles para los demócratas. De ahí que el establecimiento de una "línea roja" fuera coherente con el ideario que el presidente representa.

Sin embargo, Obama no es un clásico demócrata sino un exponente de los llamados liberals, que podríamos traducir al castellano como progresistas o sencillamente progres. La relación entre estos últimos y los más clásicos demócratas no es fácil, como se ha podido ver en el inagotable debate sobre el Obamacare. Pero las diferencias afectan también a la política exterior y de seguridad. Obama defiende el control de armamento, pero sobre todo es el adalid de la paz, ha convencido a muchos norteamericanos de que la paz es sólo el resultado de la voluntad y se comprometió a retirarse de Oriente Medio y Afganistán. ¿Cómo casa el intervencionismo implícito en las políticas de control de armamento con el pacifismo buenista del discurso de Obama?

La diplomacia es una combinación de tangibles e intangibles. Entre estos últimos está la credibilidad, fundamento de la autoridad, sin la cual la disuasión no existe. La disuasión sólo funciona si el destinatario cree en la voluntad por parte de quien disuade de llegar a las últimas consecuencias. El establecimiento de una línea roja es un intento de establecer un principio de disuasión, que sólo sería efectivo si Al Asad creyera que Obama respondería con el uso de la fuerza. ¿Ha funcionado? Es evidente que no. Los dirigentes sirios viven en un permanente ejercicio de violencia, mientras que Obama sólo busca evitarla. Le han observado y tanteado hasta llegar a la conclusión de que iba de farol. El ataque químico de agosto no era el primero, ni el segundo ni el tercero. Llevaban tiempo empleando este armamento, midiendo las dosis para comprobar la reacción. Constataron que Obama miraba, una y otra vez, a otro lado, lo que arruinó el principio de disuasión establecido y les animó a seguir adelante.

Sólo cuando los medios de comunicación y las organizaciones internacionales decidieron denunciar seriamente lo ocurrido Obama se sintió en la obligación de darse por enterado. En ese momento se activó el planeamiento diplomático y defensivo, a sabiendas de que la autoridad de Estados Unidos exigía el cumplimiento de la amenaza. Británicos y franceses se movilizaron, para no perder la oportunidad de mostrar su solidaridad con su mejor aliado, pero también con la intención de salir en la foto de los grandes actores internacionales. Una operación de castigo no tenía sentido militar, sólo político y diplomático. Atacar a un país en estado de guerra sin querer tomar partido es, como poco, original. Puesto que la guerra civil siria es mucho más que una guerra civil, la posibilidad de que un ataque norteamericano encendiera la mecha de un conflicto regional provocó entre el alto mando militar una reacción muy negativa. Tras anunciarse la operación Obama hizo un quiebro antológico, que dejó fuera de juego al vicepresidente Biden, al secretario de Estado Kerry, a los oficiales del Consejo de Seguridad Nacional y del Departamento de Estado y a los medios de comunicación afines, con el New York Times a la cabeza. Obama pidió al Congreso que se pronunciara, buscando un respaldo innecesario o, como muchos sospechábamos, una negativa que le exculpara de hacer lo que no quería hacer y que sus votantes más entusiastas rechazaban. Es la espantada más clamorosa que se recuerda de un presidente de los EEUU.

El daño infligido a la diplomacia norteamericana es gravísimo. Con la autoridad por los suelos, y tras haber dejado a sus aliados británicos y franceses en una posición poco decorosa, Obama se encuentra atrapado en sus propias redes. Los congresistas no quieren darle el visto bueno porque una operación de castigo carece de sentido e implica riesgos a tener muy en cuenta. Los aliados y los Estados de la región reconocen la pérdida de crédito político de un presidente amortizado, más aún cuando sus grandes programas de política interior han entrado en vía muerta. Los rusos y los iraníes se han encontrado con un regalo inesperado, al ver que tienen la oportunidad de salvar la cara a Obama sacando un buen rédito a cambio.

Putin, protector de Al Asad, recogió la idea, aparentemente fruto de la improvisación, del secretario Kerry y ha orquestado un plan para que, sin reconocer la autoría de los ataques con armamento químico, el Gobierno de Al Asad se comprometa, sin prisa pero sin pausa, a entregar todo su arsenal químico. A nadie se le escapa que, en plena guerra civil, el desarme total es una ilusión. Además, lo de menos es entregar material, lo importante es mantener la capacidad de fabricarlo y esa difícilmente puede ser erradicada. La resolución aprobada por el Consejo de Seguridad es sólo una treta diplomática para salvar la cara del presidente Obama a cambio de evitar un ataque y preservar las capacidades militares sirias. Gana Al Asad, gana la diplomacia rusa y perdemos todos los demás.

Ruhaní, presidente de Irán y político con una gran experiencia diplomática a sus espaldas, ha emprendido el mismo camino que su protector Putin. También él ha salido al paso de las críticas a Obama y se ha comprometido a no usar la energía nuclear con fines militares. Ruhaní, como Obama, es también "un hombre de paz y de diálogo", aunque en sus anteriores responsabilidades no encontrara oportunidad para demostrarlo, y ha establecido una línea de comunicación directa con el presidente norteamericano que algunos han calificado ya de "histórica". La crisis nuclear con Irán está ya en vías de solución, dejando atrás un posible ataque norteamericano contra las instalaciones iraníes que podía haber tenido graves consecuencias.

¿Es posible que tantas personas crean que sirios e iraníes van a aprovechar el momento de mayor debilidad de Estados Unidos para rendir sus arsenales, a pesar de los enormes sacrificios que les ha costado obtenerlos? Es evidente que no. No estamos ante un ejercicio colectivo de estulticia sino de cobardía. Los que apoyan a Obama saben del engaño, pero prefieren ser calificados de ingenuos amantes de la paz y del diálogo que tener que asumir la responsabilidad de hacer uso de la fuerza. Pero, por muchas piruetas que hagan, difícilmente evitarán la responsabilidad de hundir el crédito internacional de Estados Unidos y de preservar los arsenales de armamento de destrucción masiva sirio e iraní.

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