Menú
Fundación Heritage

La falsa ilusión china

¿A quién más arresta el Estado chino? A creyentes religiosos que se oponen al culto controlado por el Estado, a activistas contra el SIDA, a abogados que representan a los agricultores desplazados, a defensores de la vida contra los abortos forzados.

El jueves 7 de agosto, el presidente George W. Bush habló en Bangkok, Tailandia, sobre su visión del futuro de China. "El cambio en China llegará en sus propios términos y en armonía con su propia historia y sus propias tradiciones" predijo el presidente. Y dictaminó: "De todos modos, el cambio llegará".

Sin duda, esto es verdad... el cambio siempre llega. Pero el presidente ve el cambio de China de esta manera: "La gente joven que crece en la libertad de intercambiar mercancías exigirá finalmente la libertad de intercambiar ideas, especialmente a través del uso de internet libre de restricciones". Y el presidente también señala que "aquellos que aspiran a decir lo que piensan y rinden culto a su Dios no son una amenaza para el futuro de China. Son los que harán de China una gran nación en el siglo XXI". Y en esto, el presidente ciertamente se equivoca.

Mirándolo desde un ángulo objetivo, las libertades civiles en China –de expresión, prensa, reunión, culto, sindical– eran mayores en abril de 1989, y desde entonces han sufrido un apresurado declive. Esto lo confirma el Informe Anual sobre la Aplicación de Derechos Humanos realizado por el Departamento de Estado de Estados Unidos: desde 1989 no se aprecia ninguna mejora en los derechos humanos en China. Durante varios años se han registrado serios retrocesos. Las pocas liberalizaciones que los chinos disfrutan hoy –movilidad laboral, floreciente expresión cultural, permisos de residencia menos estrictos– se habrían asentado sin el catalizador que fue el estallido de libertad acaecido en abril/mayo de 1989.

Sería deshonesto negar los grandes cambios desde los días de Mao Zedong. Pero, de hecho, el cambio quedó congelado en 1989. Esa primera década con Deng Xiaoping implementando reformas convenció a muchos de que China se liberalizaría de forma constante, económica, social, intelectual y, por supuesto, políticamente. Según nos lo figuramos, todas esas liberalizaciones estaban entrelazadas. Algunos de nosotros vimos el 4 de junio de 1989 la masacre de Tiananmen y el aplastado movimiento por la democracia como pequeños contratiempos en un proceso de progreso inexorable. Nos auto convencimos de que mientras Estados Unidos siguiera alentando la liberalización económica y de intercambios comerciales, el resto inevitablemente vendría por añadidura.

Desgraciadamente, 20 años después, el autoritarismo es mucho más profundo y está más insidiosamente atrincherado en la sociedad china de lo que estaba en la víspera de Tiananmen. Más alarmante aún resulta el alcance del control del Partido Comunista chino sobre los medios de comunicación, la religión y la judicatura, aunque el nivel de desacuerdo de la opinión pública se ha intensificado de forma marcada desde que Hu Jintao asumió el control como líder supremo de China en septiembre de 2004.

La autoridad del Partido Comunista en todos los aspectos de la conducta humana es mayor ahora que en 1989. Y ya que la "liberación de las fuerzas de producción" de Deng Xiaoping como "el núcleo del socialismo con características chinas" ha impulsado el abandono de la economía de planificación centralizada y por consiguiente la adopción de la dinámica competitiva de las fuerzas del mercado, esto ciertamente ha producido prosperidad y creatividad, pero de tipo orweliano.

El totalitarismo de 1984 de Orwell era descrito como un ambiente social dentro del cual sobrevivir cómodamente dependía de la propia sumisión. Y el progreso personal dependía del grado en el que uno hiciera cumplir la regla del "Gran Hermano" que siempre nos vigila.

Alemania entre los años 30 y bien entrados los años 40 es un ejemplo instructivo de un totalitarismo que conquista a su población con prosperidad económica y poder internacional. Esos dos factores persuadieron al 5% de la población para justificar su posición como "Verdaderos creyentes", mientras que estos factores ayudaron a que el 94% restante justificase su consentimiento. A los del 1% que se resistió, los mataron, eso sin contar a las minorías étnicas y a los judíos, que simplemente desaparecieron –al 94% simplemente pareció no importarle, o no se atrevió a preocuparse por la suerte de esas personas–.

Tristemente, los chinos que soportaron la gran Revolución Cultural Proletaria (1966-1976) y la masacre de Tiananmen (1989) entienden que eso de oponerse al Estado es malo para la salud, así como para las perspectivas de trabajo. No obstante, algunos lo intentan y se ven encarcelados, detenidos, acosados, les pinchan el teléfono y vigilan sus sesiones de chat en internet. Cuando el presidente Bush fue a visitar una iglesia controlada por el Estado el domingo 10 de agosto, arrestaron a un feligrés que iba de camino a la misma iglesia porque la policía temía que probablemente intentara acercarse al líder americano.

¿A quién más arresta el Estado chino? A creyentes religiosos que se oponen al culto controlado por el Estado, a activistas contra el SIDA, a abogados que representan a los agricultores desplazados, a defensores de la vida contra los abortos forzados, a sindicalistas, a manifestantes contra la contaminación, a minorías étnicas y a familias afligidas que siguen de luto y escandalizadas con los corruptos dirigentes del Partido Comunistas, que descuidaron la seguridad para ahorrar dinero a la hora de construir las escuelas que se derrumbaron en el terremoto de Sichuan. 

Comprensiblemente, la gran mayoría de ciudadanos chinos intenta no meterse en problemas. Como los alemanes o los japonés en los años 30, llevan vidas relativamente cómodas. Pero ciertamente eso no se debe confundir con libertad.

China no sólo es una potencia económica importante. Es algo más amenazador: es una superpotencia emergente donde la última palabra sobre las decisiones económicas recae en la dirección del Partido Comunista chino (CCP). 

Desde principios de los años 80, China ha pasado de ser una economía dirigida a una economía mixta con un creciente uso del mercado. Pero la presencia del Estado sigue siendo muy amplia en muchos y diversos sectores. Por tanto, mientras las tres últimas décadas de prosperidad sin precedentes y crecimiento económico se basan en gran parte en lo que Deng Xiaoping llamó la "economía socialista de mercado", China no es en absoluto una economía de mercado. Y en completo contraste con las verdaderas economías de mercado del mundo, todo el poder económico de China puede organizarse y dirigirse según el capricho del Estado.

Durante la última década, la fuerza económica y militar de China se ha ampliado con alarmante rapidez y presenta un cambio profundo e inquietante en el equilibrio global de poder e influencia. A pesar de su extraordinario desinterés por los derechos humanos (los de su propia gente o en cualquier otro lugar), su imperturbabilidad respecto a la proliferación nuclear, su despreocupación por la degradación medioambiental y el acoso fronterizo al que somete a sus vecinos, desde Japón hasta India, desde el Mar de China hasta Bután y (por supuesto) a Taiwán, nuestros líderes parecen más cómodos facilitando su liderazgo que desafiándolo. Quizá calculan que China simplemente se ha vuelto demasiado grande para atreverse a desafiarla. Ese cálculo no es digno de nuestros ideales y constituye un error de proporciones bíblicas.
 

©2008 The Heritage Foundation

* Traducido por Miryam Lindberg

 

Thaddeus McCotter es congresista republicano por Michigan en la Cámara de Representantes de Estados Unidos y John J. Tkacik es investigador especializado en Estudios Asiáticos en la Fundación Heritage.

 

En Internacional

    0
    comentarios