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Gabriel Tortella

Corrupción e ideología

Aunque haya ejemplos lamentables en muchas otras comunidades, la palma de la corrupción se la llevan, sin duda, Andalucía y Cataluña.

Aunque haya ejemplos lamentables en muchas otras comunidades, la palma de la corrupción se la llevan, sin duda, Andalucía y Cataluña.

En España, por desgracia, la corrupción no sólo es frecuente, sino creciente. Llama la atención lo mucho que se habla de ella en los medios, lo mucho que la condenan los políticos y a la vez lo poco que éstos hacen por ponerle remedio efectivo. Es que la corrupción no está distribuida de manera uniforme, ni geográfica ni socialmente; en este último aspecto, segregando por profesiones, ya se sabe que la de político es de las más corrompidas. Se comprende, por tanto, que las aparatosas fulminaciones contra la corrupción por parte de los políticos vayan unidas a la ausencia de medidas efectivas contra ella por los que podrían adoptarlas, es decir, los que están en el poder. En realidad, política y corrupción parecen las dos caras de una misma moneda. Aunque pueda parecer sorprendente, hasta desagradable, es muy natural que así sea. La explicación de esta repugnante simbiosis nos la da el conocido bon mot de Lord Acton:

El poder corrompe; el poder absoluto corrompe absolutamente.

Bueno, en España ahora los políticos no tienen poder absoluto; pero están muy cerca de ello, porque la clase política (la casta) se ha blindado hasta colocarse muy cerca del absolutismo. Elementos de ese blindaje son los 17.000 y pico aforamientos, que permiten a sus miembros ser juzgados por jueces que les deben el cargo; el sistema electoral por listas cerradas y bloqueadas, que coloca a cada individuo de la casta fuera del alcance de los electores, que votan a partidos y no a individuos. La casi total ausencia de democracia interna en los partidos (en flagrante violación de la Constitución), que da a las cúpulas un poder omnímodo sobre los miembros de a pie de la casta, que de este modo se ha convertido en un coto casi cerrado que se renueva por cooptación, sin que los votantes tengan más que el recurso al pataleo, es decir, a votar alguien que no pertenezca a la casta, por más disparatado que parezca su programa. El voto a Podemos es un voto de desesperación, de despecho; el principal atractivo de ese partido es que ofrece caras nuevas que fingen tener un enfado en sintonía con el del votante medio. Pero no es de Podemos (que justificaría todo un tratado de psicología colectiva) de lo que yo quiero hablar aquí.

De lo que quiero hablar es de la desigual distribución de la corrupción en España, sobre todo de la desigual distribución geográfica. Porque, aunque haya ejemplos lamentables en muchas otras comunidades, la palma de la corrupción se la llevan, sin duda, Andalucía y Cataluña. Basta con repasar la prensa de estos últimos meses para advertir que Cataluña y Andalucía son las comunidades cuyos políticos ostentan mayores niveles de corrupción: los casos Pujol, Palau, Pallerols, Assemblea per Catalunya, los del alcalde de Torredembarra y todos los alcaldes con dieta-sueldo, tienen sus correlativos andaluces en los casos ERE, Mercasevilla, Invercaria, el de las subvenciones, etcétera. Está visto que Espanya no sólo roba a Catalunya, también roba a Andalucía.

Dejando aparte las bromas macabras, podemos preguntarnos: ¿qué tienen de común ambas comunidades? No faltará catalán de ocho apellidos que achaque a los inmigrantes andaluces el haber corrompido lo que fue (¿cuándo?) un prístino oasis. Pero basta constatar la profunda raigambre catalana de los nombres ligados a los escándalos para exonerar a los charnegos: Pujol, Ferrusola, Pallerols, Millet, Prenafeta, Alavedra, etc.; estas sagas nos indican que en Cataluña la corrupción es de la ceba, de debó, de pura cepa. Aparte de ser las dos comunidades más pobladas (lo que eleva el índice de corrupción media de España), de ser ambas ribereñas del Mar Mediterráneo, ¿qué más tienen en común que explique esta proclividad a la apropiación indebida que comparten? Pues sí, tienen una cosa en común: son las dos comunidades más ideologizadas de España. En la una domina el nacionalismo, en la otra el socialismo (o el progresismo) hasta extremos que no se pueden comparar con ninguna otra comunidad.

El concepto de ideología, acuñado por Marx para explicar la dominación de unas clases por otras, ha pervivido en las ciencias sociales independientemente del resto del pensamiento de su creador. Es más, el marxismo es comúnmente considerado una de las ideologías más trabadas y potentes del mundo contemporáneo. Una ideología es un conjunto de ideas, ampliamente compartido, para explicar una realidad social. Las religiones son una especie de súper-ideologías, porque, además de ofrecer una explicación del marco social, ofrecen también una interpretación del universo, con la añadidura de un código ético. Lo característico de la ideología es ser ampliamente compartida; es una especie de pret-á-porter intelectual. Una gran parte de los miembros de una sociedad, en lugar de pensar por sí mismos, adoptan, de manera más o menos consciente, una ideología que les ofrece un conjunto de soluciones prefabricadas a muchos interrogantes que plantea la vida social. En sociedad es inevitable que uno esté continuamente comparándose con los demás, y capas muy amplias de la población se sienten injustamente preteridas, perjudicadas en la distribución del poder y la riqueza, y buscan en la ideología una explicación y, a ser posible, un remedio a esta injusticia. Las ideologías cumplen perfectamente este papel. Una característica esencial de casi todas ellas es que buscan un culpable externo de las frustraciones del hombre en sociedad. El marxismo culpaba a la burguesía en sus varias facetas, el nacionalismo culpa a un agente externo a la nación (sea ésta real o imaginaria), las ideologías religiosas culparán a los herejes, ateos o apóstatas, la ideología liberal culpará al intervencionismo, al socialismo, etc. La ideologías, así, tienden a dividir el mundo entre nosotros, los buenos, y ellos, los malos, creando un fuerte nexo de unión entre esos nosotros, basado en gran parte en el odio al otro, al malo, al culpable de nuestras desdichas. En el caso del nacionalismo catalán, el malo es, ustedes lo han adivinado, España. En el caso del socialismo andaluz, tampoco es un misterio que son los ricos, los señoritos.

Esta fuerte cohesión de grupo hace que los líderes políticos se presenten ante las masas ideologizadas como sus defensores contra esos enemigos internos o externos que amenazan la seguridad o el bienestar de esas masas. Las consecuencias de todo esto son: 1) que esas masas ideologizadas votan fielmente a los líderes que su ideología les marca, lo cual permite a éstos mantenerse seguros en el poder por largo tiempo; 2) que esos votantes muestran una extrema tolerancia con los pecadillos de esos líderes, pecadillos que son perdonables en tan eficaces defensores contra el enemigo común; 3) que con mucha frecuencia esos votantes interpretan el descubrimiento de la corrupción de sus líderes no como una razón para dejar de votarles, sino al contrario, como una razón más para hacerlo, porque sospechan que la evidencia presentada contra esos políticos corruptos es producto de las maquinaciones y calumnias de los enemigos exteriores. En resumen, la ideología blinda al político corrupto.

Un ejemplo que me viene frecuentemente a la memoria es el de una de las ideologías más eficaces, el justicialismo de Juan Domingo Perón, el dictador argentino, un verdadero ídolo de las masas (los descamisados), porque las protegía contra los oligarcas argentinos y contra el imperialismo internacional: ofrecía un paquete muy completo. Perón fue derribado en 1955 por la llamada revolución libertadora, que restauró la democracia y que difundió información acerca de las malversaciones y las prácticas sexuales del dictador, al que acusaban de proxenetismo y corrupción de menores. Ante estas acusaciones, el eslogan que coreaban las masas peronistas que se manifestaban en defensa de su líder era: "Puto y ladrón, queremos a Perón."

Esto, señores, es ideología.

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