Comoquiera que el año ya termina, no hay que perder la ocasión para dejar constancia en todos los medios posibles del merecido reconocimiento que debemos a uno de los más exquisitos, pulcros y consistentes pensadores de la historia social, la sociología o la filosofía jurídica y política de todos los tiempos, pues todos estos registros de su trabajo de investigación y reflexión teórica le convienen, a mi juicio. Dejaremos, entonces, para los espacios y foros académicos las precisiones, más de rigor que rigurosas, sobre el particular. Una empresa, por cierto, que, ordinariamente, más que buscar la verdad, el valor y el provecho del saber, acostumbra entrar en el debate con espíritu de querella (o ajuste de cuentas) y el fin previsible, por cantado, de llevar el flujo de las ideas a su molino triturador, dando vueltas sobre lo mismo, lo que corrientemente quiere decir sobre sí mismos.
Estos usos, empleos y manejos hemos podido comprobarlos en una reciente cita académica en Madrid promovida a propósito de otro aniversario destacado, el de Ortega y Gasset, donde brillaron como el lucero del alba, entre otros, dos expertos doctores, el excelentísimo magistrado Enrique Bacigalupo Zapater (oh, no es broma) y el magnífico rector complotado Ángel Gabilondo, y donde se habló mucho de Ortega desde fuera de Ortega, pero muy poco de Ortega desde dentro.
No es inopinado, forzado ni especulador el traer a cuento y reunir ahora el destino de Tocqueville y Ortega. Pertenecientes los dos al selecto y exclusivo club de pensadores poco metafísicos, malgré tout, poseen notorios y notables puntos en común. Ambos practican un pensamiento inteligente con estilo superior. Además de magníficos meditadores y sólidos investigadores, encontramos en ellos, para mayor disfrute intelectual, a primorosos escritores que logran sacar lo mejor de las respectivas lenguas en que se expresan: el francés, por lo que respecta a Tocqueville; el español, por lo que se refiere a Ortega. Uno y otro, en fin, por señalar sólo una feliz afinidad más, pertenecen a la privilegiada clase de autores consagrados al pensamiento social y político conocido por el nombre de "liberalismo aristocrático".
Esta categoría la emplea, por ejemplo, el estudioso norteamericano Alan S. Kahan (Aristocratic Liberalism, Oxford University Press, New York, 1992). Cierto que Kahan (no confundir con Kagan) distingue dentro de esta noble condición a Jacob Burckhardt, a John Stuart Mill y a Alexis de Tocqueville, dejando al margen o ignorando incomprensiblemente a nuestro Ortega. Pero es éste un sino o fatalidad que nos persigue muy desgraciadamente. Uno consulta una obra científica de un autor francés, anglosajón o alemán, más o menos afamado, e indefectiblemente hallará una bibliografía primariamente autóctona, y sólo de modo circunstancial o secundario se atiende a la recepción exterior. En España ocurre lo contrario. Entre nosotros manda lo que se ha denominado con grave exactitud el "fervor sucursalero" (Carlos Pereda), esto es, el adherirse a una sección doctrinal foránea y abrir, a continuación, en casa una sucursal para cobrar los royalties y los derechos de adaptación al mercado interno.
Nada de esto es propio de un liberal aristocrático. Ortega se formó intelectualmente, sobre todo, en el pensamiento francés y alemán (se interesó menos por el anglosajón), pero sin desatender nunca la tradición española, el modo de ser y estar español, pues él, ante todo, escribía y pensaba en español. En cuanto a Tocqueville, fue un autor muy interesado e involucrado con la realidad francesa. De noble familia, algunos de los cuales escaparon con muchísima suerte de la guillotina revolucionaria republicana, ocupó distintos e importantes cargos públicos (brillantemente, pero con poca fortuna, como suele acontecer en estos casos), y fue elegido miembro de la Academia francesa de Ciencias Morales y Políticas.
Gran parte de su obra (no precisamente abundante en número, aunque sí en calidad) está concentrada en los hechos de Francia –El Antiguo Régimen y la Revolución (1856) y Recuerdos de la Revolución de 1818 (1850-1851)–, si bien con un rasgo sustancial: en su labor historiadora no se limita a describir hechos, sino, principalmente, a dotarles de sentido, apuntando para tal fin hacia lo más profundo y trascendental de cada acontecimiento. "Yo hablo de la historia, no la cuento", afirma en los primeros compases de El Antiguo Régimen y la Revolución, en una declaración que evoca, por cierto, la célebre divisa de los Ensayos de otro francés universal, Michel de Montaigne, quien escribe: "Yo no enseño, yo relato".
Con todo, en la biografía personal e intelectual de Tocqueville tiene lugar un hecho, sin duda, no menos trascendental, que marcará y condicionará su vida y su obra. Con 26 años, y junto a su amigo Gustave de Beaumont, emprende un viaje por los Estados Unidos (de mayo de 1831 a febrero de 1832), con el propósito inicial de informarse de primera mano sobre el sistema penitenciario norteamericano.
En efecto, se ocupa del asunto, pero su investigación va mucho más lejos. Tras recorrer gran parte del país y fascinado (casi diríamos que iluminado) por el nuevo mundo que tiene a la vista, y tras reposar, a la vuelta a Francia, las experiencias de las que se benefició, escribe La democracia en América (1835) en dos volúmenes.
Sin desmerecer el resto de su obra, se trata de un trabajo fundamental, sin el cual ésta no se entiende plenamente. De hecho, el contraste (o mejor, la contrastación) entre el modelo de revolución americana y el modelo revolucionario francés ayuda poderosamente a demarcar y aclarar el sentido de la democracia, tema de primordial preocupación en Tocqueville.
Discútase cuanto guste, lo que su interés y paciencia aguanten, acerca de la naturaleza y la "inclinación" del pensamiento tocquevilliano: que si conservador o liberal, que si republicano o liberal, que si tradicionalista o liberal… De lo que no cabe dudar es de su liberalismo puro, límpido, sincero, aristocrático. Tampoco de su fe inquebrantable en la libertad como la primera y principal circunstancia de los hombres y las sociedades.
Léase, pues, a Tocqueville en antología y por partes o de cuerpo entero, de cabo a rabo. Directamente o a través de sus epígonos más eminentes; como, por ejemplo, Raymond Aron, quien se esforzó sobremanera en mostrar a los intelectuales, franceses y no franceses, que hay otra fuente para explicar el mundo aparte de Marx, en especial a aquellos que antes de transformarlo pretenden comprenderlo.
Hoy, donde más y mejor se estudia y valora a Tocqueville es en América, no en La Sorbona ni en el Colegio de Francia: el chovinismo, el nacionalismo y el sectarismo francés no le han perdonado la herencia estadounidense ni su querencia por la experiencia americana de la democracia. Entre nuestros autores, no se deje de acudir a uno de sus mejores estudiosos y comentadores, Luis Diez del Corral, así como a uno de sus más aventajados discípulos, hoy maestro de filósofos, Dalmacio Negro. Sea como sea, no se deje de conocer la obra de Tocqueville. En este año del bicentenario o no mucho después.