
Ya he dicho, pero creo necesario recordarlo, que no tengo la menor experiencia en cuestiones educativas: jamás fui –¡gracias a Dios!– maestro o catedrático; y sólo fui, en algo así como una isla flotante, alumno durante dos años escasos de una escuela primaria –o sea, nada–. En cambio, he leído bastante sobre el tema, desde luego muy importante: sin remontarme a Rousseau y a los anti-Rousseau, he leído, entre otros y sobre todo, a Jean-François Revel; y, aún más recientemente, el magnifico libro de Alicia Delibes La gran estafa. Dejo de lado a Fernando Savater y sus supuestamente sabios sofismas sobre instrucción y educación, así como sus discusiones con Rafael Sánchez Ferlosio (tristemente convertido en filósofo del Café du Commerce) o con un tal Xavier Pericay (son los nombres que cita en su artículo "Instruir educando", publicado en El País el pasado 23 de agosto); todo ello para defender, él, la Educación para la Ciudadanía. Cabe preguntarse por qué, si no es por oportunismo político y académico, porque no es lo suficientemente tonto como para tomarse en serio esa imbecilidad buenista.
Dejo de lado a Savater y dejaré de lado la educación, pero diré dos cositas sobre ciudadanía, no sin antes dejar claro que comparto la opinión de quienes consideran que la enseñanza, en España –como en Francia y otros países–, se ha convertido en un campo de ruinas. Y aunque soy capaz de constatar los desastres del terremoto, no lo soy de elaborar soluciones. En el tema de la ciudadanía, en cambio, me siento tan capaz como cualquiera, incluso un poquitín más que algunos.
Es típico del buenismo enmascarar el veneno con el chocolate de las buenas intenciones y los buenos sentimientos. ¿Quién va a oponerse radicalmente a los generosos sofisimas de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y aún menos a la Constitución española? También estoy, evidentemente, de acuerdo con el principio de la igualdad entre mujeres y hombres, y con otros muy generales, comúnmente aceptados en las sociedades democráticas. Pero se da la circunstancia de que los conflictos existen desde que el mundo es mundo, y una "educación para la ciudadanía" que niega el conflicto o pretende que todo se arregla con el diálogo no es educación: es una mentira.

Mi confesada ignorancia educativa me impide señalar a qué edad se enriquece intelectualmente un alumno con el análisis de la noción de conflicto; el caso es que me parece un buen precepto no engañar y mentir a los estudiantes, sea cual sea el objeto de estudio. Y es que no se puede, sin ser un canalla, afirmar que todos los conflictos se resuelven mediante el diálogo.
Cuando en el texto gubernamental se afirma que todas las "culturas", costumbres y religiones son igualmente respetables y admirables, algunos pueden perfectamente entender que la ablación del clítoris de las niñas, la lapidación de las mujeres acusadas de adulterio o la condena a muerte de los musulmanes que se convierten a otra religión forman parte de unas tradiciones que hay que respetar y valorar hasta en los colegios de Lavapiés; pero, que yo sepa, aquí no se está hablando de igualdad y tolerancia. Y resulta que esas cosas no sólo ocurren en Arabia Saudí, también en Lavapiés y en París: en la capital francesa, por ejemplo, abogados y ONG humanitarias han llegado a defender el derecho de las familias musulmanas a mutilar sexualmente a sus niñas por mor del respeto a una "tradición cultural".

Tratar de enseñar a los niños y adolescentes que los conflictos y las guerras desaparecen si no se los nombra, o si se pervierte el lenguaje, es algo oscurantista y cobarde. Pero los jóvenes no son imbéciles, y soy perfectamente capaz de imaginármelos tronchándose de risa o memorizando lo mínimo para aprobar (y olvidar enseguida) cuando se las vean con la plasmación de las "disposiciones generales" de Educación para la Ciudadanía. No, no son imbéciles: los imbéciles son ellos, y, pese a sus esfuerzos por moldear los chavales a su imagen y semejanza, siempre saltarán chispas de rebeldía ante el buenismo.
No es que yo añore los vivas a la muerte, ni que exalte particularmente las virtudes militares, pero es de sentido común enseñar que los principios democráticos de libertad, igualdad, tolerancia y pluralismo son tan sagrados que merecen ser defendidos hasta, precisamente, la muerte. La legítima defensa contra el totalitarismo, el fanatismo religioso y su terrorismo, no es un bingo, ni una idea reaccionaria.