Menú
PASTRANA Y LAS FARC

Colombia, bajo el volcán

Es sabido que en el lenguaje político contemporáneo la palabra diálogo significa que toda mayoría, sobre todo si está legitimada por las urnas, tiene la obligación de someterse a la voluntad de cualquier minoría organizada que se le enfrente, en especial si es violenta.

Ésa es la razón de que en España se celebrara como un gran avance democrático que Andrés Pastrana, el anterior presidente de Colombia, perdiera todo el tiempo de su mandato en estériles e interminables conversaciones políticas con la narcoguerrilla de Tirofijo. Así, con el discreto racismo que nunca se esfuerzan en disimular, los mismos que montarían en cólera si a un Estado europeo se le ocurriera ceder 42.000 kilómetros cuadrados de su territorio a la mafia italiana o a la banda de Sito Miñanco, festejaron que Pastrana entregara esa superficie de suelo colombiano a las FARC, como muestra de buena voluntad. Ahora, Pastrana es uno de los políticos latinoamericanos más respetados por los líderes de opinión españoles. Y sin duda lo sería muchísimo más si se hubiera decidido a nombrar presidente del Gobierno a Manuel Marulanda o al Mono Jojoy. Sería así porque entre los miles de muertos y el millón de desplazados que ha provocado el terrorismo en ese país no hay ningún actor madrileño, ni un único director de cine castellano manchego, ni siquiera un sólo novelista comprometido con los gin tonic que sirven en el Up & Down de Barcelona.

Con total certeza, los suyos habrían ganado las elecciones caso de que se hubiesen celebrado en las columnas de los periódicos de Madrid, pero los colombianos, tal vez peor informados, decidieron barrerlos de las urnas ya en la primera vuelta de las Presidenciales. Lo hicieron porque pensaban que, además de servir para aumentar en Europa la cotización mediática de Pastrana, la escenificación del diálogo con los grupos armados sólo se había revelado útil para legitimar en el exterior del país su desafío armado contra el Estado de derecho. Y es que, tras esos años de sonrisas y abrazos televisados entre Pastrana y Tirofijo, las FARC siguen sin tener la consideración formal de grupo terrorista por ninguno de los países vecinos de Colombia, salvo Panamá. Ni siquiera los 21 muertos que provocaron las 120 granadas de mortero con las que recibieron a sus jefes de Estado cuando acudieron a la toma de posesión de Álvaro Uribe han servido para que Venezuela, Brasil, Ecuador y Perú modifiquen su actitud hacía los terroristas colombianos.

En ese contexto, la herencia que ha dejado a Uribe la política de diálogo y conciliación incluye como principal legado 30.000 hombres armados, todos ellos profesionales que cobran regularmente sus salarios, cuyas dos únicas ocupaciones son destruir las obras públicas e infraestructuras de Colombia y garantizar el abastecimiento de cocaína a todos los drogadictos de Europa y Estados Unidos. Son eficientes haciendo su trabajo. Las estadísticas oficiales lo certifican. Como promedio, cada año consuman con éxito 260 sabotajes a la red de distribución de hidrocarburos del país y 448 en las instalaciones de suministro eléctrico. Esos éxitos de sus libertadores son los que han llevado a que el ingreso per per de los colombianos no haya crecido ni en un sólo dólar desde hace nueve años. Por el contrario, la renta por pistola de las FARC se ha disparado en los últimos tiempos. Sus 17.000 miembros se reparten anualmente un presupuesto que supera los 500 millones de dólares, fruto de su posición de dominio en los mercados del secuestro de personas, el tráfico de drogas y la extorsión a particulares y empresas. Además, las expectativas de mejorar la rentabilidad de la organización a corto plazo son inmejorables gracias a que han conseguido consolidar acuerdos comerciales estables con varios clanes cariocas de distribución de cocaína. Los colombianos suministran el polvo blanco para ese inmenso mercado, y los brasileños pagan con armas. Pero las FARC no actúan por dinero, sino por altruismo. Matan, trafican y roban para hacer felices a sus víctimas. Lo aclaró en el Foro Social de Porto Alegre Javier Cifuentes, uno de sus dirigentes. Allí, en el debate contra el demonio neoliberal, que por cierto financiaba la Fundación Ford, declaró que ellos luchan para “la construcción del único régimen reservado a llevar la felicidad a la especie humana, cual es el socialismo”. Y, por si alguien pensara que la administración estatalizada de la felicidad no es cosa de este mundo, en el mismo marco otro de los jefes de la banda, el cura Oliverio Medina, aclaró que sí, que ellos saben dónde inspirarse para encontrarla. “Cuba comunista es la prueba de que el capitalismo no es la panacea para la humanidad, y sí lo es el socialismo. Lo digo porque viví allí”, gritó entre aplausos de los muchos militantes locales del Partido del Trabajo, el grupo que dirige el presidente Lula, felizmente hermanado con las FARC en ese encuentro ecuménico.

Ésa es la gente con la que Pastrana pensaba que había que pactar para “la refundación del régimen político”. Hasta que llegó Uribe y, en lugar de hablar de concesiones, comenzó a hacer referencias machaconas a algo llamado legitimidad democrática. Semejante osadía le ha servido para que nuestra prensa bienpensante, como no podía ser de otro modo, lo haya ubicado inmediatamente en el territorio difuso que separa a la extrema derecha del protofascismo. Lo quieren ahí. Solo. Tan solo como esos 163 municipios de su país (el 15 por ciento del total) que no pueden contar con protección policial ni militar por falta de presupuesto. Como todos los alcaldes democráticamente elegidos de su país, amenazados de muerte por Tirofijo si no aceptan el chantaje de abandonar sus cargos. Como los habitantes del departamento de Santander, que han visto cómo los comandantes locales del ELN se han integrado sin ningún problema en las Autodefensas —sus teóricos enemigos paramilitares— para poder seguir extorsionándolos tras la desintegración de la estructura nacional de los elenos. Como su ministro de Economía, que se ve obligado a desviar tres mil millones de euros al año para programas de seguridad. Y como los secuestrados por su felicidad que, sistemáticamente, tienen que añadir a la humillación del rapto el tener que soportar la humillación de contemplar el rictus de respeto con el que se describe a sus torturadores fuera de Colombia.


0
comentarios