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LA ESTUPIDEZ NO TIENE LÍMITES

De apellidos, progres y machistas

Soy perfectamente consciente de que la estupidez humana no tiene límites; y de que, en la vieja frase del clásico, el número de tontos es infinito. Pero debo confesar que me siguen sorprendiendo algunas manifestaciones de bobería que, con excesiva frecuencia, surgen en la vida española. Pocas alcanzan, sin embargo, el nivel de la última idea genial del gobierno: la prevalencia del orden alfabético en los apellidos de los hijos, en el caso de que los padres no manifiesten expresamente su rechazo a ella.


	Soy perfectamente consciente de que la estupidez humana no tiene límites; y de que, en la vieja frase del clásico, el número de tontos es infinito. Pero debo confesar que me siguen sorprendiendo algunas manifestaciones de bobería que, con excesiva frecuencia, surgen en la vida española. Pocas alcanzan, sin embargo, el nivel de la última idea genial del gobierno: la prevalencia del orden alfabético en los apellidos de los hijos, en el caso de que los padres no manifiesten expresamente su rechazo a ella.

Como es lógico, ya se ha escrito bastante sobre tan brillante propuesta. Pero me parece que no todo el mundo ha llegado a entender cuáles serían sus últimas consecuencias. Se ha dicho que uno de los efectos de este cambio será que desaparecerán los apellidos que empiecen por las últimas letras del alfabeto. Y esto es cierto. Pero con la desaparición de los Zabala o, más adelante, los Rodríguez no se acaba el tema. El proceso continuará, de forma incontenible hacia la letra A.

Veamos un ejemplo sencillo. Supongamos que la sociedad española está formada por ocho personas, la mitad hombres y la mitad mujeres: cuatro se llaman García y cuatro se llaman Pérez. Si se casan entre sí de forma aleatoria, las combinaciones posibles serán: GG, GP, PG y PP. Supongamos que la población se mantiene en los niveles actuales, lo que implica que cada uno de estos matrimonios tenga dos hijos. De acuerdo con el modelo actual –prevalencia del apellido paterno–, la segunda generación estará formada, como la primera, por cuatro García y cuatro Pérez. Y lo mismo sucedería, por cierto, si prevaleciera el apellido materno. El problema surge si se nos ocurre aplicar la regla del orden alfabético; porque, en tal caso, la segunda generación estaría formada por seis García y sólo dos Pérez. Y es fácil ver que, si el proceso continúa con la misma regla, los Pérez desparecerán en poco tiempo.

¿Un triunfo para los García? Sólo momentáneo, me temo. Porque si repetimos los emparejamientos con, digamos, los Álvarez, veremos que es el apellido García el que está, en este caso, condenado a muerte. Y a los Álvarez les sucederá exactamente lo mismo si se emparejan con los Abad. En realidad, el equilibrio se alcanzará solamente cuando todos los españoles se llamen igual y su nombre sea el primero que aparezca en una ordenación alfabética del censo. He consultado la guía telefónica de la ciudad de Madrid y he comprobado que, excluyendo algún nombre claramente no español que empieza por doble A, el primer apellido que aparece en ella es Aba. Pues bien, ahí está el límite del ajuste promovido por nuestros ilustrados gobernantes: si nos sentimos progresistas y no sexistas y aplicamos su regla, un día todos los españoles se llamarán Aba... y habrá que encontrar nuevas fórmulas para distinguir a los millones de Aba que poblarán la Península Ibérica. ¡Cosas de la vida!

Parece que la propuesta se ha justificado, como tantas cosas en este peregrino país, con el argumento de que el sistema actual es machista. Por lo tanto, quienes estamos en contra de tamaña majadería somos machistas, antidemócratas y de la extrema derecha; y ya se están utilizando tales insultos como última defensa ante la no disimulada actitud burlona de mucha gente. La verdad es que no me preocupan demasiado tales apelativos, muy característicos, por cierto, de los regímenes dictatoriales. Ya he dicho antes que, si se aplicara la regla de poner en primer lugar el apellido materno, el problema, simplemente, no se plantearía.

Debo confesar que, como observador curioso de la realidad española, mi interés en este asunto tiene mucho de antropológico. Y, por ello, me atrevo a pedir al gobierno que nos diga el nombre de la persona –o personas– a la(s) que se le(s) ocurrió tan pintoresca idea; y mejor aún sería que hiciera pública(s) su(s) fotografía(s). Lo mismo que Lombroso trataba de reconocer en determinados rasgos físicos la personalidad delincuente, nosotros podríamos analizar qué tipo de rasgos físicos están relacionados con tan peculiares reformas sociales.

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