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DESDE GEORGETOWN

Democracia en América

Antes de nada, debo realizar dos rectificaciones. La primera se refiere al último artículo que publiqué en Libertad Digital, en el que ponía en duda la disposición de Kerry para reconocer su derrota. La prevención estaba basada en la actitud de Al Gore hace cuatro años y en las declaraciones de un John Edwards que parecía dispuesto a dar la batalla legal para el recuento en Ohio. Quedó desmentida a las pocas horas de haber escrito el comentario, cuando John Kerry cumplió con la buena tradición democrática de reconocer la victoria del adversario en unas elecciones limpias

La segunda rectificación tiene más enjundia. Se refiere a las dudas que he expresado en varias ocasiones acerca de la campaña republicana. Como cualquiera puede comprobar observando el mapa electoral de Estados Unidos después del 2 de noviembre, la campaña ha constituido un éxito gigantesco. Karl Rove, su principal responsable, ha dejado de ser el "boy genius" para convertirse en el "arquitecto", como dijo Bush en su discurso de agradecimiento y de victoria.
 
Mi error de apreciación acerca de la campaña procede sin duda de mis propios prejuicios acerca de la sociedad americana, alimentados por la situación en la que me encuentro, viviendo en una ciudad como Washington, que ha votado demócrata en más de un 90% y en un ambiente unánimemente progresista como es el del barrio de Georgetown. Es verdad que la equivocación no era de fondo y se refería más a la forma en la que se ha transmitido la imagen de George Bush que al contenido. Pero también se hacía eco de una discrepancia estratégica acerca de la propia campaña. ¿A quién tenía que dirigirse Bush para ser reelegido? ¿A los votantes centristas, demócratas moderados horrorizados por el radicalismo y la debilidad de sus dirigentes? ¿O a la base conservadora del partido republicano? ¿Se podían combinar los dos?
 
La elección de Bush, Rove y su equipo no ha dejado la menor duda. Los republicanos optaron por movilizar a su base conservadora en vez de diluir su mensaje para atraer a los votantes más "modernos", más "urbanos" y más "ilustrados". Esta elección se basa en una realidad, una hipótesis y una convicción.
 
La realidad es la existencia de una organización partidista de una gran solidez y disciplina. Es sin duda uno de los grandes éxitos de Bush. El esfuerzo demócrata se ha dispersado en decenas de organizaciones, grupos y fundaciones. El resultado era que todos estos grupúsculos y sus promotores acababan pareciendo más importantes que el propio Partido Demócrata. Nada de eso ha ocurrido en el lado republicano, que ha concentrado el esfuerzo y el mensaje. El republicanismo sale reforzado y unido de estas elecciones. Los teóricos de la sociedad de redes tienen aquí un buen tema de reflexión.
 
En segundo lugar, la hipótesis. Consistió en que el partido demócrata se bastaba y se sobraba sólo para espantar a los votos moderados que no estuvieran completamente ciegos. En retrospectiva, no hay más que recordar las imágenes de Teresa Heinz Kerry recostada sobre el pecho de su marido, jugando en los mítines a la mujer enamorada, mimosa y satisfecha, para darse cuenta que un hombre que acepta de su esposa ese comportamiento, propio de una delirante, no puede aspirar a representar al conjunto de la sociedad norteamericana. Lo mismo con el resto: Moore, Soros, Edwards, Sarandon, Rather y todos los otros freaks que durante meses han dado voz y rostro a los demócratas… ¿De verdad alguien pudo creer alguna vez que esta gente era representativa de América? El desdén demostrado por los estrategas republicanos estaba justificado más que de sobra.
 
La convicción, finalmente, ha consistido en apostar por que todos los asuntos tratados en esta campaña se podían reducir a uno solo, de índole moral: la confianza de los norteamericanos en su país, en su identidad y en su futuro.
 
Tocqueville, el autor de La democracia en América, decía que cada libro, y dentro de cada libro cada parte y cada capítulo, debe remitir siempre a una sola idea de la que debe deducirse todo lo desarrollado. En esto la campaña de Karl Rove y su equipo ha rozado, y tal vez algo más que rozado, la genialidad. La capacidad de liderazgo, la economía, las cuestiones sociales, las batallas culturales, la cuestión religiosa, la guerra contra el terrorismo, la intervención en Irak y el papel de Estados Unidos en un mundo globalizado y postsocialista, todo ha girado en estos meses sobre esa gran pregunta acerca de la naturaleza de América que los republicanos han lanzado al electorado como un desafío.
 
Y la gente ha contestado. Se equivocan quienes interpretan la formidable respuesta del electorado norteamericano como una deriva hacia la derecha radical. No es, claro está, un giro a la izquierda. Pero si se quiere hablar de radicalización, sólo se puede hacerlo etimológicamente: ha salido a la luz la raíz misma de América y la democracia americana, la fe insobornable, obstinada, terca, en la libertad y en la responsabilidad individual.
 
Esa raíz no sólo ha movilizado al electorado tradicional republicano, considerablemente ampliado en cualquier caso. También ha atraído al voto judío (que ha pasado de votar republicano en un 19% en 2000 a un 24% en 2004), hispano (de 35% a 42%) y negro (de 8% a 11%, con un pico del 16% en el decisivo Estado de Ohio). Enfrentados a lo más importante, los miembros de las minorías han empezado a reaccionar como americanos, no como clientelas o como grupos tribales.
 
En los Estados Unidos de hoy, un país multirracial y diverso hasta un punto que muchos europeos multiculturalistas ni siquiera imaginan, la apelación a la libertad y a la responsabilidad moral ha repuesto la ambición en la que se funda América en el centro de la vida pública. Son estos grandes movimientos los que han hecho de Estados Unidos la única potencia del mundo. Siempre han obligado a redefinir las posiciones políticas.
 
El Partido Republicano, con Bush a la cabeza, ha confiado en lo que podría hacer con esta marea de fondo. Los demócratas no tardarán mucho en enfrentarse también a su deber. Desde Bill Richardson, gobernador de Nuevo México, hasta Hillary Clinton, empeñada en convertirse en un halcón en política internacional, hay mucha gente con ganas de liderar este proceso que tendrá que serlo de renovación y casi de refundación.
 
Los europeos, por su parte, seguirán empeñados en no darse cuenta de lo que ha ocurrido y se hundirán un poco más cada día en la insignificancia perfecta.
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