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DIGRESIONES HISTÓRICAS

Democracia y unidad nacional

En Vasconia, la democracia casi se ha hundido bajo los ataques del terrorismo nacionalista y del nacionalismo racista, y sólo la presencia del estado central sostiene su precaria supervivencia, deteniendo a los asesinos y frenando en alguna medida a sus cómplices del PNV.

De ahí que éstos anden empeñados en avanzar un  paso más, para imponerse plenamente y sin obstáculo. En Cataluña, los ataques a la Constitución, a la convivencia y a la idea de España son constantes, aunque en general no sangrientos. En Galicia, el BNG, con su ideología más o menos marxista, hace cuanto puede por envenenar la vida social y política mediante continuas campañas de demagogia. Esos y otros nacionalismos, como el canario y similares, exhiben siempre el mismo denominador común: atacan al mismo tiempo y con idéntica furia las libertades y la unidad nacional. En esos objetivos encuentran a su lado a buena parte de la izquierda. ¿Sobre qué otros fines, si no, podrían coincidir la comunista Izquierda Unida y el ultraderechista PNV?
 
Como se ha observado a menudo, esos partidos no son tanto vasquistas o catalanistas o galleguistas como simplemente antiespañoles. Ello no les impide hablar a menudo de “otra España” más “generosa”, “plural” y otros fáciles adjetivos que se les vienen a la mollera, mientras procuran una Cataluña, unas Vascongadas o una Galicia cada vez menos plurales y generosas. Pero ya Azaña puso bien de relieve el fracaso histórico de esa “otra España”, cuando clamaba: “Lo que me ha dado un hachazo terrible, en lo más profundo de mi intimidad, es, con motivo de la guerra, haber descubierto la falta de solidaridad nacional. A muy pocos nos importa la idea nacional. Ni aun el peligro de la guerra ha servido de soldador. Al contrario: se ha aprovechado para que cada cual tire por su lado”. Podía haber dicho lo mismo de la democracia, también invocada ficticiamente por todos ellos.
 
Que la lucha por la democracia y contra la disgregación nacional de España vayan juntas en la actualidad, resulta significativo. Y chocante para quienes desconocen la historia o tienen de ella una visión falseada por los tópicos martilleados en los últimos veinte años. Izquierdistas y nacionalistas han rivalizado en presentar la unidad española como una consigna franquista, en todo caso poco valiosa, cuando no opuesta a las “legítimas aspiraciones” de demócratas tan genuinos como los peneuvistas, etarras, comunistas, esquerristas y asimilados. Pero en realidad el problema viene de lejos, de los primeros asomos de los nacionalismos a finales del siglo XIX. Ante una especie de democracia orgánica planteada en las prenacionalistas Bases de Manresa, y ante las aspiraciones teocráticas de Sabino Arana, no puede extrañar que Cánovas exclamase: “La centralización representa en España ni más ni menos que la civilización, ni más ni menos que la libertad”.
 
Los nacionalismos no surgen, pues, como movimientos a favor de las libertades, sino directamente contra ellas. Invocan la “libertad de Cataluña” o de “Euzkadi” contra la libertad de los catalanes y los vascos, y buscan sustituir la tradicional fraternidad de vascos o catalanes con los demás españoles por un sentimiento de aversión y de fractura. Quizá habrían quedado en todas partes como movimientos intrigantes y marginales, al igual que tantos otros, pero la Restauración liberal tuvo la mala suerte del desastre del 98, que no sólo dio alas a los nacionalismos balcanizantes, sino que hizo surgir otro nacionalismo del mismo estilo, aunque españolista, el de los regeneracionistas. Éste tuvo un efecto aún más perjudicial, porque privó al régimen liberal del respaldo y la elaboración intelectuales que le hubieran permitido llevar a cabo las necesarias reformas democratizadoras.
 
Si observamos la Restauración durante el siglo XX, se nos aparece como un festival de elecciones continuas, cambios frenéticos de gobierno, y una política pedestre, absorbida por los manejos partidistas. Hubo, es cierto, auténticos estadistas como Maura, Canalejas o Dato, pero los tres fracasaron (dos de ellos asesinados, y el otro casi) ante la combinación de violencia de los anti sistema, frivolidad regia, y maniobrerismo de los “politicastros”. También fracasó Cambó, que evolucionó del nacionalismo a un catalanismo moderado. Asombra que, sometida a tales tensiones y desgracias, la Restauración haya sido el régimen más duradero en España en los siglos XIX y XX. Tal hecho indica que, contra las demagogias regeneracionistas, nacionalistas y de izquierda, el sistema de libertades —necrocracia, lo llamaban— tenía profundas raíces en el país y en su tradición. Y fueron precisamente esas demagogias y violencias las que frustraron, una y otra vez, el normal desarrollo hacia una plena democracia, despeñando por fin al país hacia la guerra.
 
Las mismas fuerzas que habían destrozado la Restauración tuvieron su oportunidad histórica en la república. Ya sabemos lo que hicieron: pusieron en peligro la cohesión nacional, y desprestigiaron con sus convulsiones y abusos la idea misma de democracia. Esas fuerzas pisoteaban las reglas del juego impuestas por ellas mismas, y al mismo tiempo no cesaban de invocar la democracia en sus consignas. Esto fue una catástrofe porque la derecha, que pudo haber puesto de relieve la usurpación y falseamiento de tales consignas, se veía incapacitada para hacerlo, debido a la señalada defección de los intelectuales. Ideológicamente luchaba a la defensiva, cada vez más desconfiada de unos “demócratas” a los que sólo pudo oponer, durante cinco años, una moderación que sus enemigos tomaban por debilidad. Finalmente terminó por creer imposible un régimen democrático en España. Como expresó Franco: “Se ha hecho la prueba y Dios sabe que no ha faltado buena voluntad para ensayarlo”. Poco antes de llegar la república, había recriminado a su hermano Ramón sus intentos golpistas, cuando la democratización del régimen, argüía el primero, vendría legalmente y por sus pasos.
 
Lo cierto es que si los intelectuales regeneracionistas no hubieran “traicionado la libertad”, en expresión de José María Marco, la derecha se habría visto mejor armada ideológica y políticamente, y la bandera de la democracia no habría caído en manos de unos partidos vociferantes y siempre dispuestos a la subversión y a atacarse entre ellos, no sólo a los conservadores.
 
Pasado el franquismo, la mezcla de prosperidad y de moderación social permitió una transición pacífica y un aceptable vivir en libertad, manteniéndose más o menos a raya los viejos fantasmas. Pero eso no podía durar, y nuevamente los enemigos de la libertad y la unidad de España lanzan su reto, después de haber ensangrentado y enturbiado la convivencia cuanto han podido en estos años. Según Toynbee, las sociedades se afianzan respondiendo a los desafíos que la historia les plantea, y fracasan cuando no los perciben en su gravedad o no aciertan a movilizar las energías necesarias. De eso se trata ahora, precisamente.
 
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