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CRÓNICAS COSMOPOLITAS

Dioslohizo

En francés, Dieulefit. Se trata de una aldea de 2.290 habitantes, según mi Enciclopedia Larousse de 1989, situada en el departamento de la Drôme, en el sureste de Francia. Es un lugar desconocido, olvidado y sin interés para el vulgo, pero mágico para mí. Jamás estuve allí, pero su bonito y curioso nombre –"de origen protestante", se diría ahora– tuvo algo que ver conmigo durante casi toda mi vida.

Me acordé de Dieulefit el otro día, cuando hablé por teléfono con Michel Schilovitz, colega de andanzas radiofónico-teatrales. Schilovitz estuvo en Dieulefit durante la ocupación nazi de Francia, y es muy probable que por eso lograse evitar la deportación, como tantos otros niños judíos.
 
Da la casualidad –o acaso así lo decidió el Destino– de por aquellos años estuviera al frente de la escuela de Dieulefit una mujer admirable, de la que no recuerdo su nombre. Protestante, culta, lesbiana y antinazi, logró hacer de su escuela un refugio para niños judíos. Evidentemente, debía de contar con colaboradores en la alcaldía (incluiso, quizá con el propio alcalde), y puede que también en la Gendarmería, para que un Levy se convirtiera de la noche a la mañana en un, pongamos, Dupont.
 
El primero en hablarme de Dieulefit fue el actor y director escénico Jean-Marie Serreau, allá por los años 1955-56. Su ex mujer, Geneviève, era hermana de esa admirable directora de escuela, y ella misma había sido maestra allí en aquel entonces. Me contaba Jean-Marie bastantes peripecias en ese oasis de tolerancia, en un país arrasado por la guerra, los odios, la intolerancia. Cuando la conocí, también Geneviève me habló de Dieulefit; sobre todo de Daniel Anselme Rabinovich, feu follet de San Germán de los Prados, que brilló muy fugazmente como periodista y novelista y era el hombre más gordo de París –yo le llamaba el Elefante–; pero, me decía Génèvieve, fue el más inteligente, esbelto y guapo de todos sus alumnos de Dieulefit. Luego una enfermedad, no sabría precisar cuál, le hizo engordar en exceso.
 
Fui amigo de Daniel prácticamente hasta su muerte. Firmaba sus artículos y novelas como Daniel Anselme, y el Rabinovich lo tiraba a la basura. Recordaré aquí que Claude Bernard, Jean Daniel, Roger Stephane y bastantes más convirtieron sus nombres en apellidos porque éstos eran demasiado judíos. Por cierto, Daniel, que había sido comunista, era uno de esos judíos progres propalestinos y antiisraelíes. Tuvimos discusiones a granel, pero, no sé por qué, nunca rompimos relaciones.
 
También encontró refugio en Dieulefit el pintor Wols; no como judío, sino como alemán fugitivo de la Alemania nazi. Tenía una documentación de lo más incierta, y temía que las autoridades de Vichy le encarcelaran o repatriaran; pero por estar en Dieulefit, nada de eso le ocurrió. ¿Quién le protegía? Otro milagro.
 
Yo le conocí en París luego, a principios de los años 50. Nina le había expuesto en la Galérie du Dragon. Sus excelentes obras, pinturas, grabados, dibujos, eran siempre de formato reducido; y es que no tenía dinero para comprar grandes lienzos, ni para alquilar un taller, y pintaba en la habitación de su hotel. Alcohólico empedernido, murió joven porque le obligaron a someterse a una cura de desintoxicación. Durante su incineración, su esposa, Grety, tuvo una crisis nerviosa.
 
Podría contar mil cosas más sobre Dieulefit y su relación con la tribu de los Serreau, aunque sólo fuera porque el padre, Jean-Marie, y el hijo, Dominique, no sólo montaron obras mías, sino que fueron mis amigos. Geneviève, que fue durante años colaboradora de Maurice Nadeau, editor de Lettres Nouvelles y escritor, después de haber escrito obras de teatro, traducido a B. Brecht y publicado cuentos encontró el éxito con su adaptación de Las penas de amor de una gata inglesa, un espectáculo de Alfredo Arias.
 
También podría hablar de su encantadora hija, Coline Serreau, la que más éxito y menos talento tuvo (son cosas que ocurren a menudo). Pero será para otra vez, porque hoy quiero seguir hablando de Dieulefit como ejemplo de lugar en el que discreta, pacífica y resueltamente un puñado de personas dijeron no: en contra del conformismo ambiente, de la colaboración y de las leyes del Gobierno de Vichy, y con sus solas fuerzas, su fe y su moral, lograron plantar cara a la injusticia y la represión. No fue un caso único, pero sí, desde luego, poco frecuente. Hubo porteras y vecinos que denunciaron a judíos, y hubo porteras y vecinos –pero menos– que salvaron a judíos.
 
Lo que más me indigna es que hoy, y quien dice hoy dice desde hace años, renace en Francia, en Europa –en los países árabes no, porque siempre existió– el antisemitismo. Eso sí, se trata de un antisemitismo de nuevo cuño, no está relacionado con la Alemania nazi, sino con Israel. Evidentemente, ambas cosas están ligadas, y el apoyo a "la heroica lucha del pueblo palestino" se acompaña casi siempre de la condena de Israel, país "nazi", porque está poblado por judíos. Este aquelarre domina amplios sectores de la opinión pública occidental, y no sé si hasta en Dieulefit, pero es posible.
 
He aquí una prueba de lo que digo: cuando Nicolas Sarkozy propuso conmemorar en las escuelas la Shoá y la muerte de 70.000 judíos franceses víctimas de la deportación, el rechazo fue tan unánime que la referida propuesta ha sido prácticamente enterrada.
 
Yo no soy partidario de las conmemoraciones oficiales a fecha fija, que movilizan a niños que nada saben; en cambio, soy partidario de que se explique la Shoá en los cursos de Historia Contemporánea. Pero, teniendo en cuenta el antisemitismo que reina en la enseñanza francesa, todos, hasta Simone Weil, temieron que si se hablaba de la Shoá hubiera incendios.
 
Sentimentalmente, me quedo con Dieulefit y aquella admirable directora de escuela a la que jamás conocí.
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