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NEOINQUISIDORES

En el nombre de la identidad

El Estado necesita animales de carga, no personas con criterio. El buen ciudadano es aquel que disfruta siendo explotado; hay que pagar impuestos con alegría y aplaudir la redistribución coactiva de la riqueza. Para convertirnos en dóciles mulas, los gobiernos utilizan tres técnicas contra los individuos. La primera y la segunda pueden ser agrupadas en torno al "palo" y la "zanahoria".

El Estado necesita animales de carga, no personas con criterio. El buen ciudadano es aquel que disfruta siendo explotado; hay que pagar impuestos con alegría y aplaudir la redistribución coactiva de la riqueza. Para convertirnos en dóciles mulas, los gobiernos utilizan tres técnicas contra los individuos. La primera y la segunda pueden ser agrupadas en torno al "palo" y la "zanahoria".
La MULA LISA.
El Estado, por un lado, nos amenaza con el "palo" policial si no acatamos su represión, pero, por otro, nos concede ciertas dádivas o "zanahorias" (por ejemplo, el Estado de Bienestar) para que nos acomodemos a su existencia.
 
Todo Estado tiene dos manos: una que da y otra que quita, una que golpea y otra que acaricia. El gran arte de la propaganda intervencionista consiste en convencernos de que la mano pródiga es más activa que la ladrona. Las zanahorias superan a los palos, aun cuando el Estado –a diferencia de los empresarios– no produce zanahorias; por tanto, todas sus reservas deberán proceder de severos palos.
 
El otro método por el que el Estado nos convierte en voluntariosas mulas consiste, simplemente, en hacernos creer que somos mulas. El ser humano es tan inútil y vulnerable que necesita de un Estado poderoso que lo proteja y lo asista. "O Estado o el caos"; "O justicia social o miseria"; o, como proclamó el autócrata venezolano: "Socialismo o muerte".
 
El objetivo último es que cada individuo identifique sus fines particulares con los del Estado, delineados por los políticos. El Estado, como pedía Fichte, debe "moldear a cada persona, y moldearla de tal manera que simplemente no pueda querer otra cosa distinta a la que el Estado desee que quiera". Los animales de carga carecen de voluntad propia; soportan los fardos que el dueño quiere que soporten y se dirigen en la dirección marcada.
 
Los estatistas han utilizado innumerables pretextos a lo largo de toda su historia para fundir la voluntad de las clases dominantes (los políticos) con la de las clases dominadas (los contribuyentes). Uno de los más antiguos y recurrentes consiste en convertir a la cabeza del Estado en jefe religioso: los ciudadanos sólo podrán alcanzar la salvación terrenal y espiritual siguiendo los dictados coactivos de los políticos. Allí donde Dios y política se unifican, la libertad desaparece.
 
Otro método recurrente ha sido la creación de un enemigo común. Esta táctica ha sido utilizada indistintamente por comunistas y nazis: las conspiraciones del capital o los Protocolos de los Sabios de Sión amenazaban la supervivencia de la clase trabajadora o del pueblo alemán, de ahí que hubiera que masacrar a los terratenientes y a los judíos. Al crear la conciencia de un todo compacto e indivisible, la masa deja de pensar; los cabecillas –los políticos– dirigen y controlan cada una de sus acciones.
 
Una aplicación particular de la creación de un enemigo común tiene lugar en las relaciones exteriores. Dado que la guerra es la salud del Estado, los políticos se obsesionan con encontrar nuevos enemigos a la paz o a la revolución. Fidel Castro es un maestro en este arte: la invasión estadounidense es inminente; Cuba es un sumidero de espías; la disidencia trabaja al servicio de EEUU.
 
Con estas proclamas, parte de los ciudadanos legitiman la extorsión estatal al identificar sus propios fines con los establecidos por el partido. El enemigo externo exorciza el instinto gregario y tribal; nos somete a un estado de excepción permanente.
 
Por último, en esta enumeración no exhaustiva, tenemos que referirnos al papel que desempeña el nacionalismo. El ideal nacionalista es fundir la sociedad civil con las estructuras de mando y control: si toda nación debe aspirar a ser Estado, entonces nación y Estado quedan unidos irremediablemente.
 
La filiación de un individuo a una nación significaría por necesidad su sometimiento al Estado en que esa nación se ha materializado. La cultura, la lengua o la historia dejan de ser el resultado de la colaboración social y se convierten en un órgano vital de la colectividad que debe ser protegido y resguardado por los políticos.
 
La frase de Josep Bargalló, conseller en cap del Tripartido, durante la sesión de control es del todo sintomática: "La lengua no puede dejarse en manos del mercado, ni su elección sólo en las de los individuos, pues es el poder público quien debe garantizar su conocimiento".
 
En otras palabras: "No habléis como vosotros queréis hablar; hablad como yo quiero que habléis". La lengua ya no es un medio, sino un fin en sí mismo; recoge las raíces y el origen de la sociedad. Por ser catalán, según los nacionalista, debo hablar y comportarme como un catalán; debo aceptar y convencerme de que los estándares lingüísticos, sociales e históricos fijados por los políticos catalanes son los míos.
 
En el mercado, en cambio, cada individuo utiliza la lengua que considera más adecuada para sus fines. Las culturas se encuentran y se purgan mutuamente; los individuos pueden elegir desechar el catalán o modificar sus rígidas reglas. Catalán y español se enriquecen mutuamente, aparecen neologismos catalanes en el español y neologismos españoles en el catalán. Las lenguas no se degradan, sino que evolucionan, cambian y se adaptan, haciéndose más adecuadas para una mejor comunicación entre un mayor número de personas.
 
Para los nacionalistas, sin embargo, en tanto su cultura es objetivamente superior a las restantes, el mercado –las acciones voluntarias de las personas– sólo puede dar lugar a un uso ineficiente de la lengua. Si las personas deciden usar el español en lugar del catalán, es obvio que se están equivocando; si se utiliza el catalán no normativo, se desata una irrefrenable tendencia hacia la dispersión y la disgregación.
 
La nación sólo acepta adhesiones inquebrantables y absolutas. No hay espacio para la particularidad y la voluntariedad; cuando un individuo no utiliza el catalán, o lo emplea erróneamente (no sometido al estándar), está contribuyendo a su corrupción y desaparición, esto es, está atentando contra la savia del "pueblo" catalán.
 
En este punto, el nacionalismo se entremezcla con el militarismo y la creación de un enemigo exterior. Las culturas foráneas son un peligro para la integridad nacional; su irradiante influencia marchita el "superior" modo de vida. A estos "ataques" culturales sólo cabe responder o bien con el cierre de fronteras, o bien con la contraofensiva militar. El nacionalismo degenera, necesariamente, en autarquía y belicismo: si los nacionalistas siguen empeñados en evitar cualquier influencia corruptora sobre su prístina cultura, la única manera es adoptando un modo de vida castrense.
 
Josep Bargalló.Este miedo al cambio y al progreso, este culto vernáculo de los nacionalistas hacia la comunicación petrificada e inmutable, a "hablar la misma lengua que nuestros antepasados", no es más que un primitivismo atrasado y timorato; un provincianismo acomplejado que, al no poder convencer, sustituye la persuasión por la imposición.
 
Pensemos simplemente en que, si la política censora, represora y planificadora que defiende Bargalló se hubiera implementado con suficiente ahínco durante el Imperio Romano y éste no hubiera desaparecido, su idolatrada lengua catalana –a la que el conseller en cap subordina la libertad de los catalanes– ni siquiera habría nacido. El latín clásico seguiría siendo la lengua de toda Europa, en lugar de haberse degradado en dialectos como el español o el catalán.
 
Petrificar las lenguas mediante la fuerza del Estado impide todo cambio, toda adaptación a las necesidades de los individuos. Bargalló tiene miedo a que la sociedad rechace utilizar el catalán o lo utilice de un modo distinto al debido; no está dispuesto a tolerar y aceptar las decisiones libres de las personas.
 
De este modo, la perpetuación de la especie nacionalista requiere un arsenal de mecanismos adoctrinadores y represores que quedan justificados por su objetivo salvífico. La cultura catalana debe insuflarse desde la cuna a la sepultura; el uso del español debe impedirse en determinados ámbitos sensibles (como la televisión o la radio); el ciudadano debe contribuir con su dinero al sostenimiento de periódicos o películas que utilizan la lengua madre.
 
Todo pasa por, como dice Bargalló, impedir que los individuos hablen, actúen y piensen por sí mismos. La cultura, que nace como un mecanismo de coordinación social, se nacionaliza y toma la forma de instrumento de construcción social. Son los poderes públicos quienes tienen que decidir qué se habla, cómo se habla, cuándo se habla y dónde se habla; son ellos quienes fijan la perspectiva vital de cada individuo, como miembro de una compacta nación catalana que ellos administran y dirigen.
 
El nacionalismo, al igual que el comunismo o el militarismo, es una ideología servil cuyo objetivo es someter los individuos al poder político. La corrupción, los robos o las extorsiones quedan convalidados si son perpetrados por el Gobierno catalán. Los fines de nuestros políticos son nuestros fines, sus barbaries son los sacrificios necesarios para conservar nuestra cultura: el precio de nuestra identidad es hacer suya la que fuera nuestra libertad.
 
 
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