Mala cosa que la gente abandone un país. En aquel caso, fueron cientos de miles, y muchos siguen lejos de casa, o se han hecho la casa en otra parte.
Pues bien: la gente se está yendo de España. En 2011, según el Instituto Nacional de Estadística, se marcharon –milimétrica precisión– 445.130 extranjeros y 62.611 españoles. Entraron menos de los que se fueron: 417.523 extranjeros y 42.128 españoles. El saldo anual ha sido, pues, negativo: hay 50.090 habitantes menos. Y el crecimiento de la población total, contando decesos y nacimientos, ha sido del 0,9%. Cada vez nacen menos niños y la media de edad en que las mujeres paren por primera vez es de 31 años, tendiendo a aumentar –esto, tomando en cuenta que las mujeres inmigrantes, que son las que más hijos tienen, suelen ser madres muy jóvenes–.
¿Quién se va? Por un lado, unos cuantos de los que vinieron a probar suerte cuando esto era Jauja, y que son reemplazados por optimistas a toda prueba o por personas que vienen de países imposibles. Por otro lado, hacen las maletas españoles jóvenes y con titulación universitaria.
Hijo, nieto y bisnieto como soy de una familia que se pasó más de un siglo a lomo de mar, yendo y viniendo de y a Galicia, empecé a preguntarme muy joven quiénes eran los que emigraban: si los mejores –valientes, para empezar– o los peores, los que no conseguían tener éxito en casa por torpeza, falta de ambición o de coraje. Creo que emigran los mejores. He visto hacer fortunas a hombres que no habían tenido la menor oportunidad en esa Galicia de la cual salieron mi bisabuelo –a La Habana, Montevideo y Buenos Aires–, mi abuelo –a Buenos Aires–, mi padre –también a Buenos Aires– y mis tíos –en la modesta migración interior de los años cuarenta y cincuenta, a Barcelona, Madrid y Bilbao–. En Lugo y La Coruña quedaron unas tierras que no bastaban ni para uno. Ahí no se podía hacer nada de nada.
Como hoy no se puede hacer en el Ecuador del delirante Correa ni en la Venezuela del musulmán Chávez. Cuba se perdió dos veces: en 1898 de modo formal, en 1959 definitivamente. A la Argentina de Cristina llegan cada año, para establecerse, 12.000 españoles. No sé qué encuentran que no tengan en España; desde luego, no lo que encontraron mis antepasados hace cien o cincuenta años. Yo he sido un privilegiado: he vivido en el Buenos Aires mítico de los perros atados con longanizas, en la maravillosa Barcelona del último franquismo y de la primera democracia –cuando aún el nacionalismo no se había comido las maravillas– y en este Madrid de ahora, que es la ciudad más libre del mundo. No busqué ese viaje, ni ningún otro: ha sido pura suerte o pura desgracia. Porque uno se va cuando llega la desgracia. Lo decía Marx: detrás de toda migración hay una gran desgracia. Lo cual no impide que la historia de los hombres sea una historia de migraciones.
Puesto que se llega a un país o una ciudad nuevos como modo de superar adversidades, todo tiene que ir muy mal para abandonar ese refugio buscado. Medio millón de personas se han ido este año de España, adonde habían venido en busca de algo mejor. Como comer caliente cada día, tan elemental es la cosa: los que se han ido después de haber venido son los que no consiguieron integrarse de ningún modo y prefieren probar suerte en otra parte o volver al viejo país. Pierden el empleo y el piso a medio comprar, y para colmo se quedan debiendo al banco una cifra imposible de pagar aunque trabajen tres vidas. Eso, habiendo tenido empleo estable, sobre todo en la construcción. De castillos en el aire. Otros, ni eso. Y si tuvieron sueños, ya no queda con qué alimentarlos. Uno puede encontrar un poco de calor y materia para la supervivencia en los comedores de Cáritas, pero ahí no se dan a alas a los sueños. Y hoy por hoy, en esos comedores se sirve nada menos que millón y medio de comidas al día. Unos cuantos de los que desayunan allí no se vuelven al país del que han venido porque no pueden pagarse un viaje y en los vuelos comerciales no hay sitio para polizones.
Los indicadores de la decadencia española son abundantes, pero éste, el de la pérdida de población –la pérdida de los mejores, los que se van con la cabeza llena de saber a donde haya interés en emplearla–, me parece especialmente sangrante. Yo ya no me voy a ninguna parte.