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LA DEMOCRACIA Y SUS LÍMITES

Liberalidad y extravagancia

Para una versión alegre de la política, y parodiando el célebre adagio de Dostoievski, si la democracia existe, todo está permitido. Sin embargo, la sociedad libre necesita estar bien ordenada para poder crecer y multiplicarse, dentro de un límite.

Una cosa es adoptar y compartir una doctrina de acción liberal y otra, dejarse arrastrar por la pendiente de la liberalidad. Existe un obvio parentesco conceptual entre ambos términos, pero su significado y alcance son muy distintos. En algunos casos, pueden llegar a colisionar entre sí y salir despedidos en direcciones opuestas. Así, no resulta extraordinario comprobar con qué facilidad y grácil espontaneidad se suelen solapar y confundir ambas categorías, en especial por parte de gentes poco familiarizadas con la profunda gravedad de sus significados. Nos las tenemos que ver aquí con el típico caso de quien no valora ni aprecia lo que tiene, o se da el gustazo de despreciar lo básico para fantasear sobre lo utópico y el más allá, o incluso de quien muerde la mano que le da de comer.
 
Dentro de una convicción liberal, se puede uno mover por espacios más proclives al libertarismo o al conservadurismo, al derroche de recursos o a la contención del gasto, pero en todos los casos se convendrá en que el fin liberal por excelencia es el proveer al individuo de mayores márgenes de libertad y de desarrollo de la individualidad. Con la libertad ocurre como con el dinero: son bienes que, si no se asientan en la persona sobre un lecho de buen juicio y responsabilidad, llegan a despilfarrarse y a malgastarse. Esto sucede, por ejemplo, cuando la libertad se consume con demasiada generosidad y prodigalidad, con excesiva… liberalidad. La tendencia hacia el florecimiento de la individualidad está, sin duda, en la base de una conciencia libre y despejada, aunque no debe ocultarse los innegables riesgos que ello puede comportar. Las sociedades libres son sociedades expuestas, porque en ellas se disfruta de un gran margen de acción y porque, claro está, son, por vocación, abiertas. Se trata, con todo, de unas contingencias que deben asumirse, incluso convocarse, en aras de un superior bienestar y beneficio de los individuos. Pero, ¿de qué riesgos hablamos?
 
En el fomento de la libertad y la individualidad se llega a una maximización de la espontaneidad y la creatividad, del laissez-faire, que puede derivar rápidamente en neta estridencia y en clara extravagancia, sin descartar otras notorias impertinencias y desacatos, ni siquiera conductas reprobables y dolosas. De manera excepcional y en pequeñas dosis, dentro de definidas áreas de exposición y dentro de un orden, la salida de tono, la irregularidad, la anomalía, la excepción, la marginalidad, la excentricidad y otras estridencias en la conducta personal son perfectamente asumibles y no tienen por qué conducir a un quebranto de la convivencia.
Decía Nietzsche que por encima de la justicia está la magnanimidad y que bajo el mandato de espíritus nobles llegaría incluso a autosuprimirse en favor de la gracia. Las sociedades libres y fuertes se muestran como tales cuando toleran y sobrellevan con entereza y buen ánimo las rarezas y las sorpresas; también cuando encajan con resignación y buen humor, las críticas, las situaciones adversas y aun las conductas amenazantes y hostiles de unos cuantos personajes singulares. Mas, ¿qué ocurre cuando la extravagancia se generaliza y se torna pulsión incontrolable? ¿Cómo actuar si la sociedad libre se convierte en un circo de varias pistas (un circo plural) donde se multiplican los malabaristas y funámbulos que tensan la cuerda y animan al público a corear el más difícil todavía? ¿O si le crecen sin límite los payasos y los pantomimos?
 
Algo de esto está pasando hoy en el mundo, y en el panorama político español, sin ir más lejos: al amparo de la libertad con ira, algunos se toman muchas libertades y cada vez hay más particulares estupendos, y espléndidos con lo que es de todos, que se suman a la extravagancia y la desmesura hasta hacer ellas un objeto de subasta. Quiero decir: una sociedad moderna y liberal puede soportar medianamente una restringida nómina de nacionalismos periféricos e independentismos extemporáneos minoritarios que le provea de una nota de folclore, pero otra cosa es que contaminen la Nación entera y asalten la plaza pública abriendo la puja del “quién pide más”. Puede soportar con firmeza un terrorismo residual, pero le resulta insólito que instituciones y poderes autonómicos lo amparen y se alíen con él contra el Estado. Puede cargar con la molestia de una mermada extrema izquierda antisistema, ruidosa y delirante, pero le contraría que toda la izquierda y el progresismo se confundan con ella. Le turba, en fin, percibir cómo se difuminan la distinción y la distancia.
 
¡De qué forma tan miserable se han perdido aquí el sentido de la medida y la dignidad! Medios privados de comunicación con gran audiencia, como la Cadena Ser y el Grupo Prisa, practican una línea periodística más propia de boletines de grupos radicales in extremis; personas notables de la Universidad, la Judicatura y las Letras no se avergüenzan de lanzar discursos que hace poco más de un año sólo se hubiese permitido un rufián arrabalero; el consejero de Justicia del Gobierno vasco se manifiesta en la calle a favor de la desobediencia civil; partidos con representación parlamentaria asaltan el Congreso al puro estilo okupa; presidentes de CC AA amenazan con incumplir las leyes e insultan al Presidente del Gobierno, mientras muchos de sus compañeros de partido le dejan solo ante el peligro…
 
Una democracia puede permitirse el lujo de exhibir en el escaparate, como en una casa de fieras o una feria de las vanidades, a villanos marginales del corte de Cojo Manteca, Sito Miñanco y Josu Ternera. Lo inverosímil es que a ese chorus line se incorporen, entre otros y como si tal cosa, ex presidentes de Gobierno socialista, magistrados mediáticos cazafantasmas y gobernantes autonómicos golpistas, rivalizando con aquellos en ordinariez y extravagancia.
 
 
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