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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

Lo que los pueblos se merecen

Hace muchos años alguien dijo que don Juan Carlos I era "un rey que no nos merecíamos". Desde luego, lo dijo como elogio al monarca. Eduardo Haro Tecglen, que no es de mi devoción, le respondió, con razón, que nadie se merece un rey, ni éste ni ningún otro: nadie se merece lo que no elige.  


	Hace muchos años alguien dijo que don Juan Carlos I era "un rey que no nos merecíamos". Desde luego, lo dijo como elogio al monarca. Eduardo Haro Tecglen, que no es de mi devoción, le respondió, con razón, que nadie se merece un rey, ni éste ni ningún otro: nadie se merece lo que no elige.  

A esto se suma la muy manida frase, muy repetida últimamente, en la que se afirma que los pueblos tienen "los Gobiernos que se merecen". Hombre, si se considera que, en el caso español, todos los Gobiernos son elegidos, la cosa parece cierta. Sólo lo parece, porque hemos elegido siempre alguna parte de lo que había. No hemos creado un líder. Más aún: los líderes potenciales han sido sistemáticamente aplastados o desplazados por las maquinarias de los dos grandes partidos. Hasta hay algunos que ocupan puestos importantes pero no son realmente decisivos a la hora de gobernar el Estado.

Nos merecemos el Gobierno que tenemos –y no me refiero sólo al actual, también al precedente– en la medida en que lo hemos elegido. Pero también en la medida en que no podíamos elegir otro. Hemos votado en este caso al partido de Aznar, al partido de Esperanza Aguirre, y no nos quedó más que votar a Rajoy. Lo único sorprendente es que Rubalcaba haya recogido unos cuantos millones de votos después de lo de Zapatero: eso indica que el voto tiene mucho de costumbre y mucho de emperramiento ideológico.

Por otra parte, aun este Gobierno, con mayoría absoluta, no es la elección de todos. Apenas de una parte, mayoritaria, sí, pero con una mayoría que sólo las matemáticas del señor D'Hont pueden hacer absoluta. Y todos habrán de vivir con él durante al menos una legislatura, les guste o no, como yo tuve que vivir casi ocho años con Zapatero, sus ministros y sus ministras, esa gente increíble que produce el PSOE, que ha tenido de líder al señor Almunia, que ahora se especializa en agit prop antiespañol. Creo que el hombre pensó que nadie se iba a dar cuenta. Esperaba que todo se pudriera, con su contribución, para que el Congreso lo eligiera como a Mario Monti. Pero no ha habido, todavía, un golpe de estado, financiero o de los otros, que le proporcionara esa ocasión.

Tal vez no nos merezcamos ciertos Gobiernos limpiamente salidos de las urnas, pero menos nos mereceríamos a Joaquín Almunia.

Coinciden algunos filósofos en que los hombres –la sociedad– no se plantean problemas que no pueden resolver. Trabajan con los materiales que tienen a mano. Y esto se puede extender a todos los aspectos de la vida. Mi finado y querido amigo Fernando Mendoza lo expresaba así:

No puedo enamorarme de Olga Filipova porque ella está en Moscú y yo en Buenos Aires, y ninguno ha ido a la ciudad del otro. No puedo enamorarme de quien no conozco.

¿Acaso nos merecemos lo que en ocasiones obtenemos de la vida, tanto lo maravilloso como lo miserable? Oigo decir a alguna gente que, con gran ignorancia, juzgan a las parejas –no a la suya, desde luego–: "Esa mujer no se merece a ese hombre"; sea porque ella les parece manifiestamente inferior, sea porque él es un borracho y un maltratador. Quizá nadie se merezca a su pareja, la posibilidad de elección es limitada y el enamoramiento lleva a cometer errores. Pero en ese caso la elección, y la correspondiente renuncia –elegir es siempre renunciar a algo, decía Sartre–, es individual, afecta muy relativamente a la vida de otros; en todo caso, en el entorno inmediato.

La elección política es una manifestación de masas. Cada vez que hay elecciones, me pregunto por qué el voto de mi vecino, que no se interesa en absoluto por la política, vale tanto como el mío, que me paso la vida estudiándola. No lo odio por haber colaborado activamente a mantener a Zapatero en Moncloa, pero me planteo dudas sobre su idoneidad, sobre su capacidad, como reclamaba la Constitución de 1812, de ser "justo y benéfico". Una indicación de lo que deberían ser los ciudadanos, no de lo que son.

La vida es confusa, muchas veces sentimos que no nos merecemos lo que nos ocurre; pero nunca, cuando la cosa va bien, nos permitimos sentir que sí que nos lo merecemos, aunque todo dependa de un crédito conseguido sin las debidas garantías. Los pueblos no tienen los Gobiernos que se merecen, nunca, porque en democracia se suele excluir a una parte importante de la sociedad.


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