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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

Operativo retorno

Marcharse de España, estar fuera un tiempo más o menos largo, por decisión o por imposición, del caudillo o de las circunstancias, y regresar o no regresar, son temas literarios tan instalados como los celos o el odio. Hay un género de idas y vueltas, tan propio de lo español como la picaresca. Yo estoy a punto de regresar después de cinco largos meses.

Marcharse de España, estar fuera un tiempo más o menos largo, por decisión o por imposición, del caudillo o de las circunstancias, y regresar o no regresar, son temas literarios tan instalados como los celos o el odio. Hay un género de idas y vueltas, tan propio de lo español como la picaresca. Yo estoy a punto de regresar después de cinco largos meses.
Los he pasado en mi otra patria, Argentina, pero hacía casi cuarenta años que no faltaba tanto tiempo de España: salí en los comienzos de la crisis y vuelvo cuando ya está absolutamente instalada, como un espectro sentado en el salón al que hay que acostumbrarse porque no hay conjuro que valga y, ya se sabe, sólo cabe esperar que se vaya por su propia decisión.

Sé que voy a trabajar más que antes y ganar menos por el mismo esfuerzo. Pero no sé únicamente eso. Leyendo el imprescindible Gomorra de Alberto Saviano, he aprendido que el modelo económico de plantación industrial chino se ha establecido definitivamente, de la mano de la camorra napolitana, en el sur de Italia, y que eso es apenas el comienzo de un retroceso brutal en las condiciones de vida en uno de los países de la UE: 600 euros por doce horas de trabajo para las grandes marcas de la moda, sin seguridad social ni derechos de empleo. Pronto no hará falta mandar a coser afuera, a Marruecos, la India o el México de Ciudad Juárez y la maquila: el precio de la mano de obra europea será el mismo.

Néstor y Cristina Kirchner.Aunque el propio Saviano lo ignore, todo su libro es un elogio del liberalismo. Porque la riqueza que se está perdiendo socialmente se elabora en los márgenes de la sociedad, bajo la autoridad de un gobierno paralelo, para eludir un régimen fiscal que multiplica costes y precios sin cesar. Gran parte de los cinco meses que llevo en Buenos Aires, una de las ciudades del mundo en las que más dinero se lava, los he pasado en burocracias notariales destinadas a justificar el origen de un dinero que procede de la venta de un bien de familia, mientras observaba el modo en que el detestable aparato de poder de los Kirchner lo intenta todo para cobrar impuestos previos a la producción, a la manera de Zimbabwe.

De modo que he recibido con moderada alegría las buenas noticias electorales de Galicia y el País Vasco, sin soñar que ese pueda ser el comienzo del fin del otro peronismo, el zapaterista, ni pensar que un triunfo del Partido Popular en las próximas generales (probablemente adelantadas) sea nada realmente apetecible. Los exiliados de la Guerra Civil que volvieron después de 1975 esperaban algo que denominaban vagamente "el socialismo" o "la democracia". Los viajeros de ahora esperamos algo que denominamos "liberalismo" y que sabemos que no vamos a encontrar. En ese aspecto, el fiscal, absolutamente decisivo, da igual quién gobierne en España: nadie está dispuesto a rebajar seriamente la presión impositiva. Hay que ayudar a los temerarios que jugaron a la especulación, sean constructores o banqueros, y para eso hace falta un dinero que no puede salir más que de nuestros bolsillos.

En términos de producción, la reconversión industrial que nos impuso la misma Alemania que ha hecho llegar a los 5 pesos argentinos el precio del euro, mientras el dólar escala con inenarrable lentitud, nos ha dejado cautivos y desarmados, y los tomates marroquíes cotizan mejor en el mercado comunitario que los de Buñol. O sea que no tenemos nada que vender, ni el reloj de oro del abuelo ganado tras cincuenta años de trabajo en unos altos hornos de los que ya nadie se acuerda.

A decir verdad, mi viaje es de la nada a la nada. Y se me ocurre que un triunfo de la derecha en España va a arreglar muy poco, precisamente porque no hay mucho que arreglar. España no es un país altamente industrializado; ni siquiera medianamente industrializado: nuestras esperanzas de entrar en un hipotético G-X son menores que las de Brasil, que ya anda por ahí. España es un pequeño productor de alimentos, que podría autoabastecerse pero está obligado por sus acuerdos comunitarios a comprarle a otros parte importante de lo que come. Y es posible que un buen resultado electoral de Rajoy devuelva al Ministerio de Economía la línea Rato, es decir, la línea de un ministro que ha presidido en Fondo Monetario Internacional, institución antiliberal donde las haya.

Ciertamente, en su hora y con Rato en el cargo, el gobierno Aznar rebajó impuestos y consiguió un notable crecimiento, pero eso no implica de parte de Don Rodrigo una filosofía, una idea generalizable, sino la práctica política de un proyecto de Estado que, hoy por hoy, podemos considerar caído en combate. Cambios esenciales en nuestras relaciones con el resto del mundo (UE, BCE, Reserva Federal, Moscú con el respaldo del administrador de energías Schröder) sólo se pueden hacer desde la autoridad moral (que Mariano Rajoy no posee) y desde la decisión de promover una importante reindustrialización, que nuestros socios no están dispuestos a permitir (y si no, que se lo pregunten a los polacos o a los checos, que llegaron tarde al reparto y hasta con más esperanzas que nosotros). La locomotora francoalemana (las más veces singularmente alemana) tira únicamente de su propio tren. En ocasiones, los españoles hemos viajado y dormido como los indios, en el techo de los vagones, pero jamás hemos sido ni seremos viajeros de primera ni del coche dormitorio: el sueño engaña mucho.

Vuelvo a casa la semana que viene, consciente de que la encontraré peor de lo que la dejé. Y sin mayores promesas de futuro.


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