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ESPAÑA: RETOS Y DESAFÍOS

Rajoy, ante una disyuntiva básica

Si Rajoy hubiera llegado en otras circunstancias a la Presidencia del Gobierno –si hubiera ganado las elecciones sin que el país estuviera amenazado por la más absoluta ruina–, su actuación se habría mantenido, probablemente, dentro de los límites de lo políticamente correcto.


	Si Rajoy hubiera llegado en otras circunstancias a la Presidencia del Gobierno –si hubiera ganado las elecciones sin que el país estuviera amenazado por la más absoluta ruina–, su actuación se habría mantenido, probablemente, dentro de los límites de lo políticamente correcto.

Ese Rajoy habría mejorado la gestión de las administraciones públicas; habría tratado de que la corrupción política fuera algo menos obscena y evidente; habría hecho algún gesto destinado a apaciguar a su electorado más conservador, como por ejemplo modificar la actual Ley del Aborto y la asignatura de Educación para la Ciudadanía...

En otros temas de calado verdaderamente profundo ni siquiera habría entrado, para no alterar el statu quo imperante. Habría mantenido las subvenciones a sindicatos y patronal, para continuar sosteniendo esa ficción denominada agentes sociales, que tan sólo sirven para hacer creer a la gente que lo que les impones es con su consentimiento. Habría tendido la mano a los nacionalistas, a pesar de la mayoría absoluta, sacrificando nuevos fragmentos de soberanía para garantizar una precaria paz territorial. Habría continuado impulsando leyes que financiaran al lobby de la cultura a costa de todos los ciudadanos, para no perturbar la hegemonía ideológica de la progresía patria.

Por lo que a los asuntos más peliagudos respecta (conflictos estatutarios, violaciones de los derechos lingüísticos, negociación con ETA y atentados del 11-M), se habría escudado en la política de hechos consumados y en el "respeto a las decisiones de los tribunales" para dejar que las cosas siguieran su lento curso de destrucción de la norma constitucional. Y habría aprovechado, por supuesto, la sumisión de los poderes judicial y mediático para asegurarse de que nadie pusiera en cuestión el guión.

El problema es... que las superproducciones cuestan mucho, muchísimo dinero. Y que ya no hay fondos para seguir filmando ese delirante guión.

No hay dinero para subvencionar a los agentes sociales, no hay dinero para seguir manteniendo los diecisiete chiringuitos autonómicos, no hay dinero para que algunos se sigan enriqueciendo en nombre de la cultura, no hay dinero para mantener engrasada la rueda de la corrupción municipal... Y tampoco hay dinero para seguir contando con unos medios de comunicación sumisos, dispuestos siempre a invocar ficticias razones de Estado con el fin de justificar el calamitoso estado de la Razón.

El statu quo surgido de la Transición, y basado en una lenta y progresiva desnaturalización de la Constitución del 78, está muerto. Y se ha muerto por consunción, ante la carencia de dinero con la que seguir alimentándolo.

De modo que la legislatura de Rajoy va a estar marcada, no por la crisis económica, sino por la crisis del sistema político que la quiebra económica va a inducir. Muerto el chollo, sólo nos va a quedar el bollo.

Si el lector se fija, lo que van a quebrar son los mecanismos de supuesta mediación social. En estas últimas tres décadas, España ha desarrollado un refinado sistema de control de la sociedad civil que permite –que permitía– a la clase política actuar sin interferencias ciudadanas de ningún tipo. Los sindicatos cumplían su papel de garantes de la paz social, de que las protestas callejeras no pasaran nunca de simples escenificaciones. Y cobraban por ello. La mayoría de medios de comunicación se encargaban de silenciar lo que no interesa y de mantener una aparente pluralidad con respecto a un calendario informativo inocuo y previamente decidido. Y cobraban por ello. Los partidos nacionalistas encauzaban las tentaciones de ruptura territorial repentina, derivándolas hacia una ruptura a plazos. Y cobraban por ello. Y los múltiples sindicatos de la ceja contribuían a establecer la ideología dominante, poniendo a la cultura rostros que en realidad solo eran máscaras. Y cobraban por ello.

Gracias a eso, era en los despachos –y no en el Parlamento, ni en las urnas– donde tenía lugar la auténtica toma de decisiones.

Por eso molestan tanto, en este sistema, los que se salen del guión: los movimientos cívicos no mediatizados, los medios de comunicación no mediatizados, los partidos emergentes no mediatizados y los intelectuales no mediatizados.

Pero ahora, en ausencia del dinero necesario para seguir manteniendo ese control social, el nuevo gobierno popular va a tener, quiera o no quiera, que afrontar la crisis del sistema.

Desacreditados los sindicatos, cualquier posible protesta se canalizará en la calle al margen de ellos. Faltos de recursos los chiringuitos autonómicos, el conflicto latente se planteará con toda la crudeza: o reducción de competencias autonómicas o ruptura total y repentina del Estado. Arruinado el prestigio de los sindicatos de la ceja, la producción ideológica y cultural se verá cada vez más dominada por la explosión de internet y de las redes sociales. Condenados al cierre o a la consolidación, los medios de comunicación que no desaparezcan se verán forzados a jugar, si quieren sobrevivir, su papel originario de controladores del poder.

España va a encaminarse, lo quiera o no el nuevo gobierno, hacia una verdadera democracia, en la que la ciudadanía podrá encontrar, por fin, verdaderos cauces de participación. Y todos los conflictos larvados van a emerger y a tener que resolverse en las urnas, y no en los despachos. El Parlamento recuperará, también, su verdadero papel como foro de debate.

Rajoy se enfrenta, por tanto, a una disyuntiva básica: o trata de mantener en pie un edificio que se desmorona o se pone al frente de la brigada de demolición, para asegurarse de que el nuevo palacio que se levante sobre los escombros esté bien construido. Si enarbola la bandera de la regeneración del sistema, el proceso de transición resultante será un proceso controlado. Por el contrario, si decide apuntalar la ruina existente y fracasa, España podría adentrarse en una senda de ruptura cuya deriva no sabemos si discurriría por senderos islandeses, tunecinos o egipcios.

La actitud de Rajoy dependerá, en buena medida, de factores externos. Cuanto más aguda sea la crisis económica en Europa, más presiones tendrá para acometer reformas de calado del sistema.

Pero los factores internos desempeñarán también un papel determinante. El hecho de que en estos ocho años no se haya podido desarticular a los movimientos cívicos no mediatizados, el hecho de que no se haya podido silenciar a los medios de comunicación independientes, el hecho de que no se haya podido controlar la ciberesfera, el hecho de que no se haya podido impedir la aparición y consolidación de nuevos partidos, todo eso implica que la sociedad civil tiene en su mano contribuir al desbloqueo de la situación política y a determinar el futuro de esa Segunda Transición hacia la que nos encaminamos.

Resulta alentador comprobar que, por muy grandes que hayan sido las presiones, por muy terribles que hayan sido los pactos de silencio, por muy abyectas que hayan sido las campañas de descrédito, no ha podido cerrarse, en estos ocho años, ni uno solo de los principales frentes abiertos: ni el de las reformas estatutarias, ni el de la negociación con ETA ni el de las investigaciones del 11-M.

Aun cuando Rajoy optara por la vía suicida de pactar con los nacionalistas, las protestas contra las violaciones de los derechos constitucionales en algunas comunidades autónomas van a ir a más. Aunque Rajoy decidiera escudarse en los tribunales –y en especial en el Constitucional– para no entorpecer la hoja de ruta de negociación con ETA, decidida en no sabemos qué despachos, una parte de la ciudadanía va a seguir sin aceptar que sea la banda terrorista, al final, la que salga victoriosa. Y aunque Rajoy quisiera relegar al olvido el episodio del 11-M, los medios de comunicación independientes no vamos a dejar de sacar nueva información.

De manera que el gobierno popular se verá obligado a decidir si respalda claramente a quienes luchan por la Verdad, por la Justicia y por la Libertad... o si prefiere no incomodar a aquellos para los que esa lucha constituye una amenaza. Un alineamiento claro con los movimientos cívicos significaría la ruptura definitiva del statu quo de la Transición y el inicio de las hostilidades con todos aquellos sectores que no están dispuestos a que el carcomido edificio se desmorone. Una actitud demasiado tímida, por el contrario, trasladaría al nuevo gobierno parte del descrédito del anterior. Probablemente Rajoy opte por una actitud intermedia, que no le sitúe en primera línea del frente de batalla pero que tampoco le enfangue en lodos que no son suyos.

Lo cual quiere decir, por supuesto, en lo que a los movimientos cívicos respecta, que tienen que estar dispuestos a compensar, con presiones iguales o superiores, las presiones que Rajoy reciba desde los sectores más inmovilistas.

De todos modos, la situación es tan abierta que resulta difícil prever cómo evolucionarán las circunstancias. Lo que sí está claro es que todas las alarmas se han encendido hace tiempo en todos los despachos, y que la tarea de elaboración de planes de contingencia está en marcha. Si Rajoy fracasara a la hora de insuflar confianza en la ciudadanía con sus primeras medidas, si la crisis económica se agravara mucho más por causas exógenas o si el malestar social (el auténtico, no el mediatizado) comenzara a plasmarse en agitación callejera, podríamos ver materializarse cortafuegos políticos en los que a nadie se le habría ocurrido pensar hace solo unos meses.

En esa dirección apuntan algunas maniobras internas (pero con apoyo exterior) que intentan pergeñar un posible gobierno de emergencia nacional, con presencia de los dos principales partidos. Como también se están barajando hace ya tiempo diversas posibilidades de reforma constitucional, que dependen enteramente de cómo vaya evolucionando el equilibrio de poderes a lo largo de los dos próximos meses.

Casi todo el mundo tiene claro que el actual sistema no se sostiene. En lo que no hay acuerdo es en cuáles son las medidas terapéuticas. Y no hay acuerdo por una razón muy simple: todos los sectores de los distintos poderes del Estado –servicios de información incluidos– van a luchar con uñas y dientes para que la eventual solución respete o incremente su propia cuota de poder. Nadie va a suicidarse o a sumergirse en el limbo de la Historia por voluntad propia. Las maniobras en torno a una eventual abdicación del Rey son el mejor ejemplo de la lucha que ya se ha desatado.

Y será esa lucha por conseguir la mejor habitación posible en el nuevo palacio la que marque la actualidad política e informativa de esta legislatura. Decía Clausewitz que la guerra es la continuación de la diplomacia por otros medios. Parafraseando al prusiano, nosotros podríamos decir que la guerra de dosieres informativos es la continuación, por otros medios, de la política. Los escándalos de corrupción servirán para desactivar a potenciales rivales, al mismo tiempo que se marcan distancias entre la nueva situación y los ocho años de zapaterismo.

Lo cual nos lleva al principal de los desafíos que Rajoy va a tener que afrontar: la necesaria reforma de los servicios de información, que a lo largo de los últimos treinta años han adquirido una clara vida propia y un carácter transversal que los convierte, no en una herramienta al servicio del poder político, sino en un auténtico poder independiente. Un poder fragmentado, eso sí, en familias muchas veces enfrentadas entre sí y donde, en ocasiones, nadie sabe para quién trabaja nadie. Y un poder que se solapa de formas insospechadas con los poderes político, mediático, judicial y financiero. Pero un poder que goza en España de una tremenda fuerza, no sometida a ningún tipo de control democrático y que interviene en las luchas de dosieres con un entusiasmo a veces demasiado evidente.

Fue la renuncia a controlar los servicios de información lo que condujo al naufragio a esa estrategia de lluvia fina que Aznar creyó ingenuamente poder llevar a término. Está por ver que Rajoy no vuelva a tropezar en la misma piedra.

Sea como sea, lo único claro es que los españoles nos enfrentamos a una crisis brutal, que nos sitúa al borde de perecer como nación. Pero que al mismo tiempo nos da la oportunidad de implantar por fin una verdadera democracia en nuestro país, con una auténtica separación de poderes y con una efectiva participación de los ciudadanos en la gestión de la cosa pública.

Como suele decirse: ¡Dios nos libre de las épocas interesantes! Pero, dado que parece habernos tocado vivir una, aprovechemos la jugada para intentar labrarnos el mejor de los futuros posibles.

 

NOTA: Este texto está tomado del más reciente número de nuestra revista de pensamiento, LA ILUSTRACIÓN LIBERAL, ya a disposición de sus suscriptores.

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