El positivista Federico Engels, haciendo gala de un darwinismo primitivo, se refirió también al asunto en su clásico El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre. Y, desde luego, el propio Darwin insistió siempre en la idea de que el hecho diferencial del hombre, aquello que lo hace singular y distinto de los primates, es su mano, con un pulgar oponible que lo constituye en herramienta.
Esta herramienta estructural, la primera, es lo que permite el acceso a la segunda y a todas las demás, de la más simple a la más compleja. Asunto bien explicado por Stanley Kubrick en las secuencias iniciales de 2001: Odisea del espacio, donde un casi hombre arroja un palo que, en su trayectoria, acaba convirtiéndose en una nave en el espacio exterior. Es cierto: de aquel palo surgieron estas naves, muchas de las cuales serán borradas del cosmos por la próxima llamarada solar.
La mano da forma al cerebro. No sola, no por sí misma únicamente, sino en compañía de otro atributo, la voz, que los primates poseen de forma inarticulada o muy elementalmente inarticulada. El hombre necesita, para adueñarse del mundo, o del escueto pedazo de mundo que le toca en suerte –este planeta, este sistema solar, esta pradera, esta manada, esta tribu, esta familia–, dos cosas: herramientas y socios. Como en cualquier otra empresa. Las herramientas se crean haciéndolas: con las manos. Los socios se consiguen hablando: con la voz articulada.
La mano abre pozos en los que enterrar la semilla en un terreno húmedo. El palo es el primer arado. Si todo eso, abrir surcos y echar semillas, se hace en grupo, tanto mejor. La revolución agrícola de nuestros antepasados es la prueba de que eran completamente humanos. Y de que no sólo eran capaces de llegar a eso, sino de que llegaban por una acumulación de experiencias transmitidas por la lengua. Por las diferentes lenguas.
Cuando los arqueólogos encuentran restos de pasadas civilizaciones, sin embargo, ven que no sólo se dedicaron aquellos hombres a cuestiones útiles. Más aún: si miramos con atención, descubriremos que pocos son los restos de objetos que, destinados en última instancia a un fin material, no posean al menos una intención estética. La prueba, en Altamira.
Quienes nos precedieron en este planeta se interesaban por la preservación de las experiencias trasmitiéndolas, iniciando así la acumulación que denominamos saber. Sin embargo, cuando se reunían ante el fuego –donde tal vez hablasen también de cosechas, caza y otros asuntos prácticos–, lo que más les interesaba eran los relatos, y cabe sospechar que lo que en ellos se exaltaba. El más antiguo texto conocido, el poema Gilgamesh, sumerio, que tenemos transcripto en doce tablillas para la biblioteca del último rey asirio, Asurbanipal, que reinó entre 668 y 627 a. C., pero que puede corresponder en su origen al período dinástico arcaico, entre el 2900 y el 2300 a. C.; Gilgamesh decía, no trata de animales estabulados ni de la fertilidad de la tierra mesopotámica, sino de la amistad. El protagonista va a al infierno en busca de su amigo, tal como unos siglos más tarde Orfeo irá en busca de Eurídice y Ulises, más práctico siempre, en procura de Tiresias. Dante, paradigma de lo medieval –pero de una apabullante modernidad–, sólo irá a mirar.
La tradición oral, que preservó el relato antes que el saber técnico, parece haber alejado al hombre de sus manos. Sin embargo, es posible rastrear el saber antiguo en esas narraciones. Recordamos más la cólera de Aquiles que el catálogo de las naves, una actualización minuciosa del arte de navegar, tan precisa como la cartografía verbal homérica que permitiría a Schliemann desenterrar Troya a partir de 1870.
El saber, hijo de las manos y de la lengua, pudo almacenarse más y mejor a partir de la invención de la escritura, posiblemente el más acabado encuentro entre lo manual y lo verbal, atendiendo al hecho de que su origen no está ligado al papiro, ni al pergamino, ni al papel, sino a la piedra. Los textos conocidos más antiguos están grabados en la piedra o en la arcilla, con formón y con punzón. Con las manos y con la lengua a la vez. Y hasta ahora, al escribir esta modesta reflexión, en un modernísimo ordenador, lo hago con las manos, en un aparato hecho con manos, muchas manos y muchas cabezas, como el dictáfono que traduce la voz en caracteres.
Cerremos con Kant:
Lo característico del hombre como animal racional está ya en la forma y organización de la mano, de los dedos y de la punta de los dedos, cuya estructura y cuya dedicada sensibilidad demuestran que la naturaleza no la ha creado para una sola clase de trabajo manual, sino en general para todos los trabajos, y también para el uso de la razón, de donde la aptitud técnica o de inteligencia de la especie aparece como la de un animal razonable.