Mucho ha avanzado España en la lucha contra la violencia de género. El primer paso fue reconocerla como un problema específico, para luego denunciarla y sensibilizar sobre su existencia, creando así una masa crítica de rechazo que ha permitido comenzar a combatirla. Lo mismo debemos hacer ahora en relación a los denominados crímenes de honor.
Hasta hoy se los ha ignorado o silenciado por una mezcla de inconsciencia y miedo a ser tachados de xenófobos o islamófobos, dado que estos hechos, tal y como constató un informe a la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa presentado en marzo de 2003, en su mayoría se producen en el seno de "comunidades musulmanas o comunidades musulmanas inmigradas".
La lista de víctimas mortales es ya larga en Europa. Pero el número de víctimas totales es muy superior, y aun mayor es la cantidad de mujeres que acatan las exigencias de los códigos de honor vigentes en sus grupos o comunidades. Recientemente (3-12-2011) The Guardian daba cifras acerca de este fenómeno en el Reino Unido: 3.300 incidentes denunciados a la policía en 2010, cifra un 47% superior a la registrada el año anterior. Según organizaciones que trabajan en este campo citadas por el referido diario, esto no sería más que la punta del iceberg: la cifra real de crímenes de honor de todo tipo sería de más de 10.000.
Estos datos terribles no quieren decir, sin embargo, que la violencia por el honor esté realmente aumentando en el Reino Unido, sino que, al aumentar la concienciación, el número de denuncias crece igualmente.
Aquí todavía podemos plantearnos una pregunta que en muchos otros países europeos parecería un chiste de mal gusto: ¿se cometen crímenes de honor en España? Esta pregunta es justamente el título de un interesante artículo de Carlos Pérez Vaquero en Madrid Diario (1-10-2011), en el que se relata un caso que, sin la menor duda, sería catalogado como crimen de honor en muchas otras partes de Europa pero que aquí queda sepultado bajo alusiones a la violencia familiar, a la de género, a choques culturales o, incluso, a conflictos generacionales.
En los organismos especializados de Naciones Unidas, que ya llevan tiempo trabajando con esta violencia, la ceguera española resultaría incomprensible. ONU Mujeres ha hecho un llamado explícito a legislar al respecto y dado una amplia lista de hechos constitutivos de esta violencia:
Las leyes deben reconocer los crímenes y homicidios cometidos en nombre del honor como una forma de violencia contra las mujeres y las niñas. Alentamos a quienes redactan las leyes a que formulen una definición amplia de estos homicidios y crímenes, que debe ser lo suficientemente general como para abarcar la violencia por motivos de honor en todas sus formas, como el asesinato, la inducción al suicidio, la violación, la violación en grupo, la tortura, la agresión, la comprobación de la virginidad, el secuestro, el matrimonio forzado, el desalojo forzoso, la muerte o las lesiones por quemaduras en el hogar, los ataques con ácido y la mutilación.
A esta enumeración debe sumársele el uso forzoso del velo, integral o no, la compañía obligatoria de familiares masculinos para que una mujer pueda frecuentar espacios públicos, la prohibición de cualquier contacto con hombres que no pertenezcan al entorno familiar, el aislamiento impuesto respecto de la sociedad circundante, etc. En resumen, todas aquellas imposiciones sobre la conducta de las mujeres, en especial las más jóvenes, que pretenden preservar el honor del grupo recortando las libertades y los derechos básicos de las afectadas.
Esta violencia, como bien aclaran los estudios al respecto, tiene elementos que la diferencian tanto de la violencia doméstica como de la de género o machista. Se trata, ante todo, de una violencia colectiva y no individual, que se lleva a cabo en función de normas (y no de conductas antojadizas, pasiones o estados de ánimo específicos) que afectan a un conjunto social amplio. Quien impone las reglas opresivas, las supervisa y, finalmente, hace ejecutar los castigos es un colectivo –una familia extendida, un clan o una comunidad– que puede llegar a sumar centenares de miembros de ambos sexos.
Si bien el autor material del acto puntual de represión o violencia es el padre, el tío, el hermano u otro pariente cercano de la víctima (existe habitualmente un orden bien claro respecto de quién debe ejercer el castigo para que realmente se restablezca el honor perdido), la condena se hace no sobre la base del supuesto perjuicio causado al honor personal del agresor, sino al de todo el grupo, que también incluye a las mujeres; sería la posición y el valor del grupo lo que se habría visto dañado.
Ello implica, por ejemplo, que, de no sancionarse la transgresión, el valor de todas las mujeres de la familia, clan o colectivo en cuestión se vería radicalmente depreciado, lo que repercutiría en el estatus social del mismo y, por tanto, también en su nivel económico. En suma, el honor es un bien altamente valioso en estos contextos, y por ello es que su defensa resulta imperativa para todo el grupo, que debe, colectivamente, colaborar en la ejecución del castigo reparador.
Como se ve, esto tiene muy poco que ver con la violencia familiar, de género o machista. Tampoco tiene que ver en sí mismo, y esto debe ser subrayado con fuerza, con una determinada religión, si bien a menudo se otorga un tipo de sanción religiosa a estas conductas. Prueba de ello es que se pueden constatar crímenes de honor en contextos religiosos y culturales muy diversos; lo básico es la estructura social que nutre y necesita de este tipo de violencia.
Desde esta perspectiva, podemos decir que los brotes de violencia por el honor que han surgido en nuestra sociedad no se basan, en lo fundamental, en un choque entre cristianismo e islam, o cosa parecida, sino entre modernidad, con su acento tanto en la libertad e integridad individual como en la igualdad de derechos de todo ser humano, y formas premodernas de vida, fuertemente jerarquizadas y colectivistas, desiguales en derechos, obligaciones y posibilidades y, no menos, dependientes para su continuidad social de un control estricto de la conducta sexual de las mujeres honorables, es decir, aquellas del grupo en cuestión y portadoras de su honor. Separadas tajantemente de las mujeres honorables están las demás, las públicas, las que viven de diversas formas de concubinato o de la prostitución, que acostumbra a ser una institución muy extendida en este tipo de sociedades.
En sociedades básicamente premodernas, este tipo de violencia sigue estando no solo ampliamente aceptado, sino que puede recibir sanción legal o ser objeto de respaldo por parte de las autoridades. Un ejemplo notable al respecto lo da el reciente indulto conferido por el presidente de Afganistán, Hamid Karzai, a una mujer, Gulnaz, condenada a la cárcel por haber sido... ¡violada por un hombre casado! Haber sufrido una violación es, por increíble que nos parezca, un grave crimen realizado por la mujer violada contra el honor de su propio grupo y las leyes imperantes. Una de las maneras por las que la mujer puede reparar este crimen es ¡casándose con el violador! Fue justamente por ello que Karzai indultó a Gulnaz, después de haber estado cuatro años en la cárcel, en la cual dio a luz. Según informa BBC Mundo, la abogada de la mujer, Kimberly Motley, puso tajantemente de manifiesto que el casamiento, en verdad, no tenía nada de voluntario:
Quiere salir por su hija, aunque si tuviera la libertad de elección no se casaría con el hombre que la violó.
Los crímenes de honor ocurren no solo en países lejanos, también aquí y ahora, ya que con las migraciones contemporáneas nos enfrentamos al surgimiento de esta violencia estructural propia de sociedades clánicas o tribales en el seno mismo de las sociedades modernas. Pero al parecer en España no queremos enterarnos.
MAURICIO ROJAS, director del Observatorio para la Inmigración y la Cooperación al Desarrollo de la Universidad Rey Juan Carlos