Al docto profesor le choca encontrar a "famosos novelistas, poetas, ensayistas y críticos literarios opinando sobre temas de política nacional e internacional", porque "el escritor prototípico, como cualquier otro ciudadano, no suele tener un especial conocimiento de la política. La mayoría de las veces sus tesis no son resultado de una reflexión informada". Leído lo cual, es inevitable llegar a la conclusión de que Sánchez-Cuenca es un enemigo acérrimo de la democracia, sistema que deja la elección de quiénes gobernarán el destino de la Nación en manos de mayorías que no suelen tener "un especial conocimiento de la política". Pero puesto que no lo veo muy afín al despotismo ilustrado de las élites conservadoras, debo deducir que alimenta una cierta nostalgia por la dictadura del proletariado.
Rancio discurso reaccionario
La fobia contra la manía de analizar la realidad con espíritu crítico también se manifiesta en las corrientes populistas. En mi artículo "Alpargatas sí, libros no" cité ejemplos de la hostilidad del peronismo hacia los intelectuales insumisos, hostilidad que el director kirchnerista de la Biblioteca Nacional argentina, Horacio González, exhibió cuando pretendió impedir que Vargas Llosa (¡siempre Vargas Llosa!) inaugurara la Feria del Libro del 2011 en Buenos Aires.
Omití entonces un episodio esclarecedor del que tomé conocimiento más tarde. El más mediático de los editores argentinos declaró que admitía la presencia estelar de Vargas Llosa "siempre que haya un compromiso tácito de que no va a incursionar en la política nacional, sobre la que tanto se equivoca" (El País, 3/3/2011). ¡Así también podría visitar, amordazado, Cuba y Venezuela! Durante la dictadura militar, a este devoto de la mordaza progre le salvó la vida la intervención del presidente de la Feria del Libro de Fráncfort y de la mayoría de los editores de los países democráticos. Entonces, los portavoces de la dictadura que lo tenían prisionero junto a su esposa también acusaron a quienes intercedían a favor de ellos dos, y de miles de desaparecidos, de "incursionar en la política nacional, sobre la que tanto se equivocan". Significativa coincidencia: quien ayer fue víctima del poder autoritario de ultraderecha utiliza hoy, cuando se siente próximo a un autoritarismo fingidamente izquierdista, el mismo argumento patriotero que emplearon sus victimarios para descalificar a los observadores extranjeros, entre los que se contaba, ¡otra vez!, Vargas Llosa.
Mal que le pese, la genealogía del pensamiento de Sánchez-Cuenca se remonta al rancio discurso reaccionario de Maurice Barrès contra la insolencia de Émile Zola, que al salir en defensa del capitán Alfred Dreyfus puso en tela de juicio la rectitud del estamento militar y del Estado franceses, de cuyos mecanismos íntimos tampoco tenía especial conocimiento. Lo cual no implica, ni mucho menos, una idealización del papel del intelectual, ni la aprobación ciega de sus asertos. Émile Zola era intelectual, pero también lo eran Maurice Barrès y su discípulo, más tarde pronazi, Charles Maurras. Escritores y artistas de primera línea, incluidos muchos premios Nobel, nos legaron panegíricos obscenos a déspotas sanguinarios y a sus regímenes depredadores. Romain Rolland, Gabriele D'Annunzio, Martin Heidegger, Bertolt Brecht, Louis-Ferdinand Céline, Pierre Drieu La Rochelle, Ezra Pound, Louis Aragon, Pablo Picasso, Pablo Neruda, Jean-Paul Sartre, Nicolás Guillén, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Juan Gelman, Mario Benedetti, José Saramago, Günther Grass, Oliver Stone, Ken Loach y muchísimos otros rindieron pleitesía a Lenin, Stalin, Trotski, Mao, Mussolini, Hitler, Castro.
Sánchez-Cuenca pretende reforzar la mordaza progre con este argumento: "En otros países no es tan habitual encontrarse con las opiniones políticas de los escritores en las páginas de los diarios. Basta con echar una mirada a los medios anglosajones serios, en los que el nivel de exigencia del análisis es mayor". En el número 49 de La Ilustración Liberal publiqué un artículo, titulado "La Quinta Columna intelectual contra Occidente", en el que reseñaba, precisamente, las diatribas viscerales de escritores de la talla de Gore Vidal y Susan Sontag, vertidas, por supuesto, en medios anglosajones serios. También las del infaltable Noam Chomsky, aunque omití, por razones de espacio, las muy extensas y atrabiliarias de Norman Mailer.
La bala en la nuca
En verdad, si los medios anglosajones no fueran desmedidamente generosos en la concesión de espacio a los escritores, muchas crónicas del bando republicano sobre la guerra civil española, tanto veraces como ficticias, jamás habrían visto la luz. Arthur Koestler, George Orwell, Ernest Hemingway y John Dos Passos fueron testigos insustituibles. Aunque entonces también funcionaba la mordaza, que no era frívolamente progre sino crudamente estalinista. O anarquista. En junio de 1987 Octavio Paz pronunció el discurso de apertura del Congreso Internacional de Intelectuales y Artistas que se celebró en Valencia para conmemorar el cincuentenario de aquel otro que, en 1937, había reunido a los favoritos de la época en defensa de la República. Paz se ocupó extensamente de las flaquezas del primero, al que también había asistido:
Olvidamos que la Revolución había nacido del pensamiento crítico; no vimos, o no quisimos ver, que ese pensamiento se había degradado en dogma y que, por una transposición moral y política que también fue una regresión histórica, al amparo de las ideas revolucionarias se amordazaba a los opositores, se asesinaba a los revolucionarios y los disidentes, se restauraba el culto supersticioso a la letra de la doctrina y se lisonjeaba de manera extravagante a un autócrata.
(...)
Unos días antes de la apertura del congreso apareció en París un pequeño libro de André Gide, Retoques a mi regreso de la URSS. Era una reiteración y una justificación de un libro anterior en el que expresaba su sobresalto ante lo que había visto y oído en Rusia. Las críticas de Gide eran moderadas; más que críticas eran las reconvenciones de un amigo. Pero Gide fue maltratado y vilipendiado en el congreso; incluso se le llamó "enemigo del pueblo español". Aunque muchos estábamos convencidos de la injusticia de aquellos ataques y admirábamos a Gide, callamos (...) El caso de Gide no fue el único. En la memoria de todos ustedes están, sin duda, los nombres de George Orwell y de Simone Weil, que se atrevieron a denunciar, sin mengua de su lealtad, los horrores y los crímenes cometidos en la zona republicana. En el otro lado también fue admirable la reacción del católico George Bernanos, autor de un libro estremecedor: Los grandes cementerios bajo la luna; y, más tarde, la del poeta falangista Dionisio Ridruejo.
Otro que se dejó amordazar fue Ernest Hemingway. Cuando John Dos Passos le pidió ayuda para rescatar de las checas estalinistas a su amigo y leal colaborador de la República José Robles Villa, Hemingway se lavó las manos como buen discípulo de Pilatos. Robles Villa pagó con su vida el haber sido intérprete del general ruso Ian Berzin y el haber descubierto así, involuntariamente, algunas de las facetas más perversas de la intervención soviética. Dos Passos abandonó España porque su vida también corría peligro, y rompió con el comunismo y con Hemingway, quien a su vez calumnió a Dos Passos, acusándolo de cobardía. "Después de la calumnia... la bala en la nuca", fue la advertencia que el excomunista ruso-belga Victor Serge, salvado de las prisiones soviéticas, hizo en 1937 a Julián Gorkin.
Todos contra todos
La beligerancia de Sánchez-Cuenca contra los intelectuales que no se ciñen a la disciplina sectaria, ya sea porque proclaman su voluntad de votar candidatos desprovistos del nihil obstat progre o porque no comulgan con el sacramento de la balcanización, trae a la memoria el exabrupto que avergonzó, en su momento, a quienes interpretaban el ocaso de la dictadura franquista como un primer paso hacia la implantación de una sociedad plural, abierta, democrática y tolerante. En 1976, durante una visita a España, Alexander Solyenitsin dijo una obviedad: que en esa España que él conocía, en las postrimerías del régimen franquista, había más libertad que en la Unión Soviética. Juan Benet, después de burlarse cruelmente de la producción literaria del novelista ruso, inspirada casi exclusivamente por su macabra experiencia en el Gulag, lanzó un anatema que escandalizó a todos los que no estaban contaminados por el sadismo totalitario (Cuadernos para el Diálogo, 27/3/1976):
Yo creo firmemente que mientras existan gentes como Alexander Solyenitsin, perdurarán y deben perdurar los campos de concentración. Tal vez deberían estar mejor custodiados, a fin de que personas como Alexander Solyenitsin, en tanto no adquieran un poco de educación, no puedan salir a la calle. Pero una vez cometido el error de dejarlas salir, nada me parece más higiénico que las autoridades soviéticas (cuyos gustos y criterios respecto a los escritores rusos subversivos comparto con frecuencia) busquen el modo de sacudirse semejante peste.
Fernando Savater, que ya entonces era un modelo de racionalidad puesta al servicio del pensamiento libre, respondió (Cuadernos para el Diálogo, 3/4/1976):
Lo lamentable de la requisitoria de Benet es que decide despachar la legitimidad de la crítica histórica que puede ejercer el intelectual, lo que condena bajo el peso de la razón de Estado tanto a Solyenitsin como a Zola, Voltaire, Sartre o Bertrand Russell. Benet, desde la cima de cuatro o cinco novelas cuya lectura es un notable cilicio espiritual, decide que nada de lo que hace Solyenitsin tiene que ver con la literatura y que su fastidioso mesianismo justifica el encierro en un campo de concentración.
También Gregorio Peces-Barba intervino en la polémica y señaló, con rigor académico (Cuadernos para el Diálogo, 10/4/1976):
Si alguien pide un campo de concentración para otra persona por desacuerdo con ella, se expone a que otro lo pida para él por las mismas razones, y así acabamos en la guerra de todos contra todos. Los hombres de izquierdas no podemos pedir violencia ni campos de concentración para nadie, porque al hacerlo justificamos que nos los apliquen a nosotros invocando también solemnes e importantes razones, y hay muchos ejemplos históricos, algunos muy próximos, de eso.
Ya nadie –¿o casi nadie?– se atreve a pedir que encierren en campos de concentración a los intelectuales que, como Vargas Llosa, opinan que el Partido Popular cuenta con "el mejor equipo de economistas y las ideas más claras para enfrentar el difícil y sacrificado reto que será llevar a cabo las reformas radicales necesarias", a pesar de lo cual votó a Rosa Díez por su insobornable oposición a los secesionismos; o que, como Félix de Azúa, consideran a Jesús Eguiguren "un melifluo valedor de quienes han defendido el asesinato como arma política". A Sánchez-Cuenca le bastaría con que el grupo Prisa pusiera la mordaza a su reducido plantel de colaboradores críticos y dejara el campo libre a él y a la pléyade de (de)formadores de opinión progres, como "las preciosas ridículas" (Molière dixit) Maruja Torres y Almudena Grandes, cuyos venenosos chafarrinones maniqueístas convierten, por comparación, en modelos de periodismo objetivo y ecuánime las "cagaditas matutinas" (Jorge Semprún dixit) de Manuel Vázquez Montalbán.