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ADELANTO DEL NUEVO LIBRO DE PÍO MOA LOS NACIONALISMOS...

Retos del siglo XX

La España que entraba en el siglo XX a través de un humillante revés podía considerarse una potencia menor en Europa. El continente se dividía en un sector rico e industrializado, compuesto por los países del centro-norte-oeste, rodeado por una periferia mucho más pobre y agraria, extendida desde Irlanda a Finlandia por los países mediterráneos –salvo Francia– y del este europeo. España pertenecía a esta última zona, aunque dentro de ella ostentaba una posición pasable, sólo inferior a Italia y alguna otra nación.

La España que entraba en el siglo XX a través de un humillante revés podía considerarse una potencia menor en Europa. El continente se dividía en un sector rico e industrializado, compuesto por los países del centro-norte-oeste, rodeado por una periferia mucho más pobre y agraria, extendida desde Irlanda a Finlandia por los países mediterráneos –salvo Francia– y del este europeo. España pertenecía a esta última zona, aunque dentro de ella ostentaba una posición pasable, sólo inferior a Italia y alguna otra nación.
El atraso con respecto a la vecina Francia, el país más influyente cultural y económicamente en España desde comienzos del  siglo XVIII, y tomado como referente por buena parte de las clases políticas e intelectuales hispanas, era manifiesto en casi todos los órdenes. Si en Francia el analfabetismo afectaba en 1900 a un 18% de la población, en España llegaba al 56%, y en zonas especialmente pobres, como Andalucía oriental, Galicia o las islas Canarias, podía superar el 70%. La calidad de la enseñanza universitaria era baja, especialmente en los órdenes científico y técnico, y reducida la elite de personas competentes en casi cualquier cosa. La renta española por habitante ascendía a un 54% de la media de Francia y Gran Bretaña (frente a un 58% Italia y 75%  Alemania), y además estaba peor distribuida y con diferencias regionales más acusadas. 
  
España disponía de zonas agrícolas muy productivas, sobre todo en Valencia y valle del Guadalquivir, pero padecía de terrenos pobres y lluvias débiles en la mayor parte de las regiones, y, en la zona húmeda del norte el minifundio y el suelo abrupto volvía la explotación del suelo poco rentable. En vastas extensiones de Extremadura, Andalucía y Castilla la Nueva  predominaba el latifundio, donde los braceros y aparceros sufrían condiciones de vida a veces dramáticamente míseras, como ocurría en Galicia por la causa contraria, el minifundio extremo. El hambre, sobre todo en esas zonas, causaba directamente unos 300 muertos al año, y muchos más indirectamente, por enfermedades. El índice de mortalidad infantil contaba entre los más altos de Europa. La industria se localizaba  de modo muy principal en las provincias de Barcelona y Vizcaya. Los servicios predominaban en centros de comunicaciones y de burocracia nacional o regional,  como Madrid, Zaragoza o Sevilla.
      
La política económica tendía a proteger esos núcleos industriales mediante fuertes aranceles a las importaciones. Los nacionalistas vascos y catalanes acusaban sin tregua a Madrid, pero indudablemente la preeminencia económica de sus regiones debía mucho a la política madrileña,  en la que tenían mucho peso los  empresariados vizcaíno y barcelonés, como ya hemos señalado e indirectamente reconocía Prat de la Riba. Por otra parte, no menos atendibles que esas acusaciones podían ser las quejas de las regiones agrarias, obligadas a comprar productos más caros que los extranjeros, y de calidad con frecuencia inferior. Se sale de este estudio el debate entre el proteccionismo y el libre comercio, pero es evidente que, si bien casi todas las potencias desarrollaron sus industrias en régimen proteccionista, el mismo tendía a perennizar en España una especie de división del trabajo entre las zonas industriales y las agrícolas,  perjudicial para las últimas. Además, el sistema   retenía en las provincias pioneras de la industrialización el factor invisible, pero decisivo, de la pericia (know how) financiera y técnica,  tan difícil de improvisar. Todo ello obstaculizaba la expansión del mercado.    
    
Un panorama poco brillante, desde luego. Pero no se trataba de una sociedad estancada o letárgica, ni mucho menos. Aunque en el país seguía predominando la agricultura, con el 66% de la población activa ocupada en el sector primario, la vida urbana experimentaba una rápida expansión, y un 32% de la población vivía ya  en ciudades de más de 10.000 habitantes. Las principales de éstas crecían con fuerte impulso: Madrid y Barcelona pasaban del medio millón de almas, Valencia  superaba las 200.000, y Bilbao se acercaba con rapidez a las 100.000.  La producción industrial aumentaba aceleradamente, aunque a un ritmo inferior al de  otros países europeos. La conciencia de las limitaciones y atrasos nacionales, la presión del ejemplo francés en especial,  generaba medidas e iniciativas de superación, había  una ebullición política y un notable florecimiento cultural, después de un siglo XIX no muy interesante en esos campos. Se percibía un creciente interés en mejorar la enseñanza superior por parte de los gobiernos, de grupos autónomos como la Institución Libre de Enseñanza, y de diversas órdenes religiosas. Afrontar retos como una progresiva democratización, la superación del analfabetismo y de la mediocridad universitaria, la reducción de las diferencias regionales, la divulgación de la higiene y de la atención médica, etc. no rebasaba la capacidad del régimen, y no faltarían intentos inteligentes de afrontarlos.
    
De todos esos desafíos, el de la democratización era el más complicado. La Restauración, así llamada porque restauraba la monarquía borbónica, entronizando a Alfonso XII, nació en 1875, y venía a “continuar la historia de España”, en palabras de su fundador, Cánovas, tras la desastrosa I República de 1873, culminación a su vez de una prolongada inestabilidad. El nuevo régimen se articuló como un trato entre las dos tendencias liberales, la “exaltada” o “progresista” y la conservadora, cuyas reyertas habían caracterizado los cuarenta años anteriores. Ambas, una con el nombre de Partido  Liberal y la otra de  Partido Conservador, dieron firmeza al régimen tras el llamado  Pacto de El Pardo en 1885, por el que se turnarían en el poder, abandonando definitivamente el golpismo mutuo de antaño. En un país agrario, en gran parte analfabeto y convaleciente de cuarenta años de sacudidas y guerras, estos pasos supusieron  progresos cruciales. La dinámica de un  sistema basado en las libertades y las elecciones llevaba de modo natural a una creciente democratización.
   
Al calor de las amplias libertades de expresión, asociación, etc., nacieron y crecieron nuevos partidos y movimientos políticos. Cuando, en 1890, se estableció el sufragio universal, el régimen dio un paso importante en dirección a la democracia. Le separaban de ella, no obstante, la soberanía compartida entre las Cortes y el monarca, y el frecuente y casi institucionalizado fraude electoral. Las votaciones funcionaban a través del llamado caciquismo, redes de clientelas locales extendidas por todo el país. Por ello han sido muy criticadas, olvidando a menudo tres hechos clave: que la corrupción electoral y el tipo de partidos de la época correspondía  a la realidad social de una población  poco instruida y aun menos interesada en la política; que, aun con su dosis de corrupción, esos comicios permitían desviar las tensiones políticas del golpismo endémico durante el siglo XIX, el cual quedó efectivamente superado tras algunos fallidos “pronunciamientos” militares republicanos; y que el caciquismo no impedía el progresivo asentamiento de otros partidos, ni el fraude en las urnas llegaba al grado de cortarles el paso a las Cortes o impedirles obtener mayorías lucidas en las principales ciudades, como lograron los republicanos en 1903. En esas circunstancias, el sistema no dejaba de constituir un avance, abierto a  evolución y mejora, como ha ocurrido en  muchos otros países.
     
Asombra, en estas circunstancias, la extraordinaria frecuencia de las elecciones generales, municipales y provinciales. Era una feria electoral casi permanente, y habría causado hartazgo incluso en una ciudadanía más atenta a las cuestiones públicas, aparte de impedir una labor gubernamental de algún alcance, por la poca duración de los gabinetes. 
 
Sin embargo, las nuevas fuerzas que  tomaban cuerpo en el 98 salieron al ruedo político  resueltas, casi sin excepción, a acabar con el  régimen liberal. Así ocurrió no sólo con los nacionalismos catalán y vasco, sino también con el socialismo, el anarquismo y, naturalmente, el republicanismo, golpista por tradición. Estas fuerzas divergían entre sí hasta el enfrentamiento radical, debido a sus proyectos irreductibles, pero su común hostilidad hacia la Restauración les permitía incluso hacer frente unido contra ésta. Todas ellas concedían escasa relevancia a las libertades, y veían en el liberalismo una  poco apreciada reliquia del pasado. En el siglo que alboreaba, las grandes batallas políticas se librarían en torno a nuevas cuestiones, como la emancipación de la clase obrera, la liberación de los pueblos oprimidos, la  abolición del poder en general, o  la  igualdad económica, sin la cual, se decía, no habría  verdadera igualdad política.  
   
Se ha solido pasar por alto el hecho decisivo de que tales planteamientos tornaban imposible la convivencia política, y no extrañará que ante las propuestas prenacionalistas catalanas de las “Bases de Manresa”, de orientación similar a lo que sería conocido como democracia “orgánica”, o ante las aspiraciones teocráticas de Arana, hubiera concluido Cánovas: “La centralización  representa en España ni más ni menos que la libertad, ni más ni menos que la civilización”. Todas esas fuerzas disfrutaban de libertad para organizarse, hacer propaganda o presentarse a elecciones, pero la presión utópica de sus doctrinas les otorgaba una enorme capacidad perturbadora, que iba a hacer de la marcha hacia la democracia un constante vaivén entre crisis y alarmas, hasta terminar frustrándose.
El mismo antiliberal empeño de los nacionalistas en ser identificados con Cataluña y Vasconia, y no con determinadas concepciones de las mismas, lo tenían los socialistas y anarquistas con respecto a “la clase obrera” o “el pueblo”. El PSOE, orientado por el marxismo, también compartía con los nacionalismos una visión muy negativa del pasado español, acentuada por su “internacionalismo proletario”. A ella añadía la concepción de la lucha de clases, según la cual la democracia y las libertades se reducen a meros disfraces de la dominación y explotación de las masas proletarias por la burguesía. Con esa idea, la democracia  sólo podía ser invocada en sentido instrumental, explotando las libertades contra el mismo sistema que las estatuía, hasta provocar su derrumbe. Tal ambivalencia permitía a los socialistas despreciar, por un lado, las libertades burguesas, y por otro condenar y socavar el sistema de la Restauración por no resultar bastante democrático para su gusto. A menudo se ha prestado insuficiente atención a esta concepción marxista de base, sin la cual se vuelve muy difícil explicar la  actuación del PSOE  hasta su derrota en la guerra civil.
 
Si el socialismo era antidemocrático y antiliberal, lo mismo, pero más acentuado, ocurría con los anarquistas, para quienes toda forma de poder constituía una violación de la libertad individual y debía ser aniquilada en pro de una sociedad “sin Dios ni amo”. No les desanimaba el hecho de que  sus propias organizaciones distasen mucho de prefigurar la sociedad supuestamente feliz de la acracia, pues en ellas las pugnas internas por el poder –no reconocido como tal, naturalmente– llegaban a hacerse furibundas y sin respeto a reglas. Para los ácratas la historia humana, no sólo la española, se resumía en una espeluznante sucesión de regímenes opresivos y criminales, a la que debería poner fin la anarquía, pensada sobre firmes principios éticos y científicos, a juicio de sus seguidores. El movimiento anarquista llegaría pronto a cobrar relieve en Cataluña y Andalucía, extendiéndose por las demás regiones. Recurrió desde muy pronto al terrorismo, e iba a causar algunas de las peores crisis de la Restauración.
 
Por lo que hace a los republicanos, su visión de España difería muy poco de la de los nacionalistas, salvo en que, pese a los males achacados a la España histórica, defendían la unidad del país, con federalismo o no, según los grupos. Daban por supuesto que un estado republicano corregiría drásticamente los entuertos pretéritos, extirpando las causas del atraso hispano, tales como la monarquía y el clero. Con fuerte influencia masónica y ondeando siempre elevados principios humanitarios, su única idea común y más o menos clara  consistía, según sus críticos, en un radical anticlericalismo. En lo demás estaban  muy divididos. Algunos se acercaban  a las ideas ácratas y otros las execraban, los había pacifistas a ultranza y preconizadores de una despiadada violencia. Las relaciones entre sus jefes, por lo general muy malas, llegaban hasta la incitación al asesinato, como recordaba quien había de emerger pronto en el papel de líder carismático y revitalizador del movimiento, Alejandro Lerroux.
 
El problema ha sido y sigue siendo planteado justamente al revés  por buena parte de la historiografía: habría consistido, se insiste, en la “cerrazón” de los partidos dinásticos a las exigencias modernizadoras de los partidos democráticos de masas. Esta concepción cae de lleno en el terreno del mito. Casi ninguno de estos últimos partidos y movimientos era democrático, y su carácter de masas tenía más de deseo que de realidad. Comparados con la población, sólo movilizaban a minorías, como iba a demostrar su total inoperancia ante la dictadura de Primo de Rivera. No los hacían peligrosos sus masas, sino su propensión a la violencia y a la desestabilización.
 
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