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DIGRESIONES HISTÓRICAS

Un nacionalismo español

En España no se produjo una elaboración nacionalista algo sistemática, al estilo de las intentadas por los nacionalistas vascos y catalanes. La razón es que la existencia de España se daba por un hecho obvio, opuesto sólo a otras naciones europeas, y su obviedad no exigía construcciones teóricas más allá de la defensa del “honor de la patria” frente a los ataques de franceses o ingleses.

Aun en ese terreno el nacionalismo español, si así se le puede llamar, fue mucho menos extremista que el inglés o el francés, y, como observa W. Maltby, nunca fabricó contra esas naciones acusaciones comparables a las que ellas difundieron contra España en la Leyenda Negra.
 
Pero a finales del siglo XIX tomó forma un tipo de nacionalismo español ante el reto del desastre del 98, y, secundariamente, de la crítica de los nacionalismos vasco y catalán. De éstos, el segundo simplemente negaba la existencia de una nación llamada España, mientras que el primero la admitía, pero como ajena y enemiga de “Euzkadi” (palabreja inventada por Arana y sin sentido en vascuence). Los teóricos de esos nacionalismos, Arana y Prat de la Riba, se aplicaron a demostrar que los vascos y los catalanes constituían naciones y a exaltar sin tasa cuanto pudiera llenar a sus paisanos de orgullo desmedido y hundir el prestigio hispano. De paso, la historia anterior de vascos y catalanes quedaría reducida a una miseria bajo el yugo infame de España o de “Castilla”, fomentando un victimismo tan desmesurado como aquel orgullo. Nacionalismos ambos realmente exacerbados y excluyentes.
 
El nacionalismo español que surge por aquellos años bajo el nombre genérico de “regeneracionismo” recuerda a estos dos, como ya señalé en otro trabajo, por su ataque feroz al pasado español, visto como una suma de errores y miserias, como una “anormalidad” o una “enfermedad”; por el ataque no menos furioso al régimen liberal de la Restauración; y por un europeísmo vago y desigual, pero a veces vehemente.
 
El regeneracionismo fue más un estado de espíritu que una doctrina, y no originó un movimiento homogéneo, aunque influyera en diversos partidos, de izquierda y de derecha. Uno de ellos sería la Unión Patriótica, de Primo de Rivera, para la cual José Pemartín y José María Pemán elaboraron algo parecido a una doctrina nacionalista.
 
Esta doctrina recogía de Costa la idea del “cirujano de hierro” que, ante la incapacidad de la política parlamentaria, reconduciría al país a la prosperidad y la grandeza por medios autoritarios. Sin embargo difería del regeneracionismo en considerar a España no una nación frustrada o plagada de vilezas, sino una nación con un gran pasado, fundamental en el devenir de la humanidad, de Europa y América especialmente, aunque con períodos de profunda decadencia, como el de Carlos II o la más próxima Restauración, o al menos los últimos treinta años de ella. Por otra parte, unía la nación española al catolicismo: si en el pasado glorioso habían ido juntas nación y religión, revitalizar la alianza garantizaría el resurgir hispano. Otro punto más: la monarquía también era declarada consustancial con el ser nacional.
 
Esta construcción teórica tiene un aire arcaizante, y ha sido objeto de burlas y ataques, tanto desde los nacionalismos balcanizantes como desde ideas republicanas o revolucionarias, que, sin embargo, han solido ser mucho más primarios en sus teorizaciones. Las de Arana o Prat de la Riba llegan a ser realmente simples. Por otra parte, algunas ideas expuestas por Pemán, sin ser originales no dejan de tener interés.
 
Según él, “o se admite que el hombre es sociable por naturaleza y, por tanto, que la sociedad es un hecho natural (teoría tradicional cristiana), o se admite que el hombre no es sociable por naturaleza y, por tanto, que la sociedad es un hecho artificial (teoría del paco social de Rousseau)”. En el primer caso habría algo esencial en la sociedad, por debajo de sus aspectos cambiantes. En el segundo, la sociedad puede concebirse arbitrariamente, según “la amplitud y variedad de las voluntades que pactan”.
 
La nación, como sociedad, es natural: “No es un agregado amorfo de individuos cuya organización depende de nosotros. No; la Patria es un ser natural, una criatura con una forma propia (…) no una mole, sino un organismo; no un simple agregado de individuos, sino un agregado de Sociedades subalternas que son otros tantos seres vivos con su correspondiente inmanencia vital”.
 
En este sentido opone el patriotismo al nacionalismo, el cual recibe una dura crítica: “el individualismo del siglo pasado pasó un rodillo nivelador sobre la sociedad, destruyó todo lo que era perfil y estructura de ella —municipio, clase, corporación, gremio— y no dejó más que un conjunto amorfo y desorganizado de individuos que se decían soberanos” (p. 28). De ahí que, “concebida la Sociedad-Nación como un producto contractual de las soberanas voluntades individuales que la forman, se supone que esas voluntades, al pactar, transmiten su soberanía a la Sociedad Nación, quedando ésta, en consecuencia, investida de un poder absoluto. Desaparecen, por tanto, todos los límites y contenciones de la Nación; por abajo desaparecen todas esas contenciones orgánicas formadas por las sociedades inferiores y autónomas que la Nación comprende; por arriba desaparecen todas las contenciones espirituales de la Iglesia y todas las contenciones internacionales del orden mundial y humano de que la Nación forma parte. El nacionalismo es, en definitiva la deificación de la Nación”. Resultado de tales excesos habría sido la I Guerra Mundial.
 
También los nacionalismos de Arana y de Prat de la Riba se decían informados por el catolicismo. Pero Arana ve en la nación vasca algo más o menos divino, y él mismo sería considerado por muchos seguidores como “el Jesús vasco”. Y los catalanes proclamaban en sus folletos de adoctrinamiento masivo que su doctrina “tiene por Dios a la Patria”. Debe admitirse que el nacionalismo español al estilo primorriverista era mucho más razonable o, si se prefiere, menos mesiánico que los otros dos, o que los surgidos en Galicia, Andalucía y otras regiones.
 
La crítica se extiende al estado. Si la nación es una sociedad natural, el estado no pasa de ser “la organización jurídica de la Nación”, dedicada a “tutelar, completar y armonizar” la vida de las también naturales sociedades intermedias (desde la familia al municipio, la región, el sindicato, etc.), “sin invadirlas ni ahogarlas”. Pero el individualismo aboca a lo contrario. Los individuos, indefensos a causa de la destrucción de las sociedades intermedias, debían confiarlo todo al estado como supuesta concreción de su voluntad contractual. Y “el Estado, como un dios, lo invadió todo”, y convirtió todo en política”. De aquí nació el Municipio político, la enseñanza oficial, la Universidad centralizada, etc. Hasta la familia quedaría politizada.
 
Pemán ve ahí una seria desviación: “El estatismo es una tesis brillante y peligrosa en estos días en que los hombres están hambrientos de orden y autoridad” (55), pero opuesta a “la tesis social cristiana”, según la cual “la sociedad es para el individuo, no el individuo para la sociedad”. El estatismo amenazaría “una de las mayores conquistas cristianas [que] fue la conquista de la dignidad humana”. Algunas aspiraciones del socialismo podrían realizarse, pero sólo “en el marco de la propiedad y el orden racionalmente utilizados”.
 
La crítica atañe a nacionalismos del tipo del vasco o el catalán, así como al socialismo, cuya raíz encuentra en el individualismo liberal. Sin embargo, los pensadores liberales también habían previsto el peligro de una democracia degenerada en despotismo bajo la protección omnímoda de un estado en apariencia benévolo. Ese peligro podía salvarse mediante la vertebración social en una multitud de asociaciones particulares, desde las cuales los individuos pudieran defender sus intereses. Según Pemán, son estas libertades individuales las que empujan al nacionalismo extremo y al despotismo, al arrasar las “sociedades intermedias”. Pero éstas no sólo no quedan arrasadas, aunque puedan cambiar en muchos aspectos, sino que, por el contrario, las libertades multiplican todo tipo de nuevas sociedades culturales, comerciales, políticas, recreativas etc., que vertebran la sociedad de modo mucho más complejo y efectivo que las tradicionales del Antiguo Régimen a las que, con ciertas modernizaciones, parecían adherirse estos críticos de la Restauración.
 
Ciertamente el nacionalismo primorriverista, luego prolongado en el franquismo, nos parece hoy arcaico, pero vale la pena señalar que, incluso como versión extrema de un nacionalismo español, al que tanto atacan los Pujol, Arzallus y compañía, resulta mucho más moderado y menos totalitario que el que éstos profesan.
 
 
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