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PERA Y CASINI

Benedicto XVI y los políticos

Me cuentan que un anciano y sabio cardenal de la Curia romana, que conoce hasta al último ujier, cuando le preguntaron “¿Y ahora qué con Benedicto XVI?”, contestó: “Todos a trabajar. Se ha terminado el tiempo del recreo”.

Me cuentan que un anciano y sabio cardenal de la Curia romana, que conoce hasta al último ujier, cuando le preguntaron “¿Y ahora qué con Benedicto XVI?”, contestó: “Todos a trabajar. Se ha terminado el tiempo del recreo”.
Benedicot XVI
El Papa muestra una aristocracia del espíritu que produce paz; su alegría es espontánea, natural, brota de lo profundo del corazón. El Papa lo llena todo. Crea una atracción fascinante, casi como el esplendor de la verdad de sus blancas vestiduras. Incansable trabajador, metódico en su labor diaria, se caracteriza por conjugar, en clave de comunicación, la mirada y la escucha, en un espacio de silencio profundo. Tenemos un Papa que ha escrito mucho, a lo largo de su vida, sobre Dios, sobre el hombre, sobre la Iglesia, sobre lo cristiano y sobre los cristianos. Todo ese bagaje, todo ese caudal de sabiduría, se desprende y desgrana en pequeñas dosis gracias a la pedagogía de la fe, de la esperanza y de la caridad de Benedicto XVI, en cada una de sus intervenciones y en cada una de sus acciones. Dicen que el Papa está muy lejos de la precipitación y de la frivolidad de quienes entienden la acción de la Iglesia en clave de estrategia, de la lógica del mundo y de la manipulación de la historia. Es, pues, Benedicto XVI un hombre volcado en lo esencial y en las esenciales necesidades y preguntas del hombre contemporáneo.
 
El pasado lunes recibió a los peregrinos de la archidiócesis de Madrid que se habían acercado a la tumba del apóstol Pedro como conclusión del Sínodo diocesano recientemente celebrado. Fácilmente podemos entender esta peregrinación, y el sentido de la celebración del Sínodo, si iluminamos la realidad con lo que, un día, escribió el entonces profesor Ratzinger en un memorable libro, ahora recientemente reeditado, que tiene por título “¿Democracia en la Iglesia?” Allí leemos: “El hecho de que a los hombres les resulte indiferente es actividad del aparato eclesiástico por dar que hablar de sí misma y por querer hacerse presente en todo, no sólo es comprensible, sino que, mirado objetiva y eclesialmente, está justificado y es una buena señal. No les interesa estar siempre al tanto de cómo los obispos, sacerdotes y demás católicos con cargos oficiales pueden poner en equilibrio sus cargos, lo que les interesa es lo que Dios quiere de ellos en la vida y en la muerte y lo que no quiere. Y en este sentido se encuentran en el recto camino, pues una Iglesia que hace que se hable mucho de ella misma, no habla de aquello de lo que debiera hablar. Desgraciadamente, se puede constatar en este punto (y no solamente en este) un fallo considerable de la teología y de sus formas de vulgarización: la lucha por nuevas formas de estructuras eclesiales parece constituir su único objetivo. El temor expresado por Henri de Lubac al final del Concilio de que se podría llegar a un cierto positivismo de monopolio eclesiástico, tras el cual se ocultaría, en el fondo, la pérdida de la fe, no está de ninguna manera fuera de razón”.
 
Por más que nos empeñemos, los tiempos de la Iglesia, y los del Vaticano, no son todos nuestros tiempos. Se había creado en España cierta expectación ante el discurso del Papa a los peregrinos madrileños con motivo de la aprobación del matrimonio homosexual. El diario vaticano, L´Osservatore Romano, había criticado con la más inusitada dureza esta nueva legislación. Era la hora del Papa. Y fue la hora del Papa, como señala el periódico vaticano, con un discurso que incide en el centro de la vocación y de la misión de la Iglesia; un texto de “palabras claras, solícitas, que se alzan sobre las bases en las que parece haberse estancado el debate cultural y civil de una sociedad que vive tantas divisiones y fracturas –dice el Papa– sedienta de auténticos valores humanos”.
 
No es casual que, los periódicos italianos, el domingo, recogieran la intervención del presidente de la Cámara de Diputados italiana, Pier Ferdinando Casini, en el que dijo aquello de que “los hijos de De Gasperi no tenemos que demostrar nada a nadie”. Y también aquello de que “los temas de la vida apasionan, pero no nos deben dividir, como alguno pretende, sino que deben ser una barrera no contra los católicos, sino contra los portadores de un laicismo y un radicalismo que no deben encontrar espacio entre nosotros”. La crónica de Aldo Cazzullo, en el Corriere della Sera, concluye así: “Fueron durísimas las palabras contra las leyes del Presidente español Rodríguez Zapatero, a las que definió como ‘no progresistas, sino egoístas e insolidarias, conservadoras y reaccionarias, en cuanto dirigidas a favorecer a los más fuertes –los homosexuales–, en detrimento de los más débiles –los niños–; a satisfacer un derecho antinatural –la paternidad y maternidad de los gays– a despecho de un derecho natural –el afecto de un niño por un padre y una madre–. Se trata de una laicidad mal entendida –véase Chirac en Francia– que impide a las mujeres musulmanas llevar velo y considera delito de lesa majestad un pequeño crucifijo’”.
 
Y, para añadir el punto y final, llegó a España el presidente del Senado, Marcelo Pera, y en el Campus de verano de FAES, sí de FAES, dijo algo que se le olvidó a más de un periodista español en sus informaciones: “El matrimonio homosexual no es un derecho, sino un capricho laicista”. Estos son, sin duda, los políticos que se merece Benedicto XVI.
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