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El despertar de la Iglesia

La Iglesia ha despertado en las almas. Son las miles de páginas en los periódicos, las horas de programación especial en radios y televisiones, el más nítido reflejo de la necesidad que los hombres y las mujeres hemos sentido de expresar la sorpresa y la admiración ante tanta gracia encarnada. La Iglesia ha despertado en las almas con los centones de preguntas sobre las causas, los motivos, la razón, de este clamor universal de aplauso por la vida de Juan Pablo II.

Parafrasear lo que Romano Guardini escribiera en los años treinta, es la más certera rúbrica de lo que el torbellino espiritual de nuestro santo Papa ha provocado en los últimos días. Ahora, es el tiempo de la Iglesia. No pretendamos entender a Juan Pablo II sin la Iglesia, y a la Iglesia sin Cristo. Cuando ocurre un acontecimiento de esta magnitud, pocos son los que permanecen en estado de calma, de quietud, de somnolencia. La razón, los dinamismos del alma humana, el sentido de la realidad, nuestra comprensión del presente, nos obligan a preguntarnos por las causas del aplauso generalizado y globalizado. Más allá de la ineludible capacidad de olvido en la sociedad de la amnesia, nos encontramos con una Iglesia que más que una institución es una Vida que se comunica. Uno de los más grandes eclesiólogos de nuestros tiempos, el padre Henri de Lubac, escribió un libro que adquiere hoy más que nunca un protagonismo decisivo, “Meditación sobre la Iglesia”. En él aseguraba que “cuanto más vivo sea el sentimiento que de la Iglesia se tenga, tanto más se sentirá cada uno dilatado en su propia existencia, y, por eso, realizará plenamente en sí mismo, y por sí mismo, el título que también él ostenta de católico”. La Iglesia es, en estos días, más visiblemente católica que antes. Estamos en el tiempo de la experiencia de la Iglesia en las almas; de la invitación al encuentro con quien ha hecho posible que permanezca el espíritu de Pedro, de Juan, de Andrés, de Santiago, aquel espíritu del sí incondicional y del seguimiento.
 
Juan Pablo II ha conectado con el sentimiento más hondo de la humanidad, con el corazón más profundo del hombre y del mundo. Es la hora de un testimonio cristiano que sea capaz de convertir el sentimiento que ha brotado en torno a la persona de Juan Pablo II en adhesión, pertenencia, comprensión de la Iglesia y de su misión en el mudo. Necesitamos una renovada razón explicativa de la fe en la comunidad de los creyentes, en fidelidad al depósito revelado y en comunión con la tradición viva de la Iglesia. Garantía de esta continuidad es el ejercicio del ministerio petrino de la unidad y de la caridad de Cristo. San León Magno escribió que en este ministerio “permanece, pues, la disposición de la verdad, y el bienaventurado Pedro, permaneciendo en la fortaleza de piedra que recibiera, no abandonando el timón de la Iglesia que una vez empuñara”. Nos recuerda el profesor Schmaus: “Por esta causa, fue ‘siempre necesario que’ a esta Romana Iglesia, ‘por su más poderosa principalidad, se uniera toda la Iglesia, es decir, cuantos fieles hay, de dondequiera que sean’ (S. Ireneo), a fin de que en aquella sede de la que dimanan todos ‘los derechos de la venerada comunión’ (S. Ambrosio), unidos como miembros en su cabeza se trabaran en una sola trabazón de cuerpo”.
 
El ministerio de Pedro es siempre un ministerio de unidad en la Iglesia y de la Iglesia. En estos días en los que la unidad de los cristianos se expresa en forma y modo de plegaria, no debemos olvidar la herencia de un hombre que fue fiel a la palabra que da vida y sentido al hombre. Ésta es la preocupación del Iglesia que ha despertado en las tantas almas.
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